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  • W. G. SEBALD

    Vrtigo

    Traduccin de Carmen Gmez

  • BEYLE O EL EXTRAO HECHO DEL AMOR

    A mediados de mayo de 1800, Napolen cruz el Gran San Bernardo con 36.000 hombres,

    empresa que hasta aquel momento se haba tenido casi por imposible. Durante unos catorce das,una caravana interminable de seres humanos, animales y material blico se puso en marcha enMartigny pasando por Orsires a travs del valle de Entremont, para, acto seguido, ascender en loque parecan infinitas serpentinas hacia el alto del paso situado a dos mil quinientos metros sobre elnivel del mar, pese a lo cual hubo que arrastrar los pesados caones de la tropa en el interior detroncos de rboles ahuecados, una parte sobre nieve y hielo, y otra sobre las superficies planas delas rocas, ya libres de nieve.

    Uno de los pocos participantes de esta travesa legendaria de los Alpes que no acabaron en elanonimato fue Henri Beyle. Por aquel entonces tena diecisiete aos, vea llegado el fin de suinfancia y de su juventud que haba odiado profundamente, y estaba a punto de comenzar su carreraal servicio del ejrcito con un cierto entusiasmo, carrera que, como sabemos, an le habra deconducir por casi toda Europa. Las notas en las que Beyle, a la edad de cincuenta y tres aos -en elmomento de su redaccin se hallaba en Civita Vecchia-, intenta recuperar las penurias de aquellosdas del fondo de la memoria, demuestran con eficacia diversas dificultades de evocacin. Unasveces su idea del pasado no consiste ms que en campos grises, otras se vuelve a topar conimgenes de una precisin tan inusual que cree no poder darles crdito, por ejemplo aquella delgeneral Marmont, a quien pretende haber visto en Martigny, a la izquierda del camino por el queavanzaba el convoy, con el atuendo azul celeste y azul real de los consejeros de Estado, cosa que,nos asegura, sigue viendo de la misma forma cuando, cerrando los ojos, evoca la escena, si bienMarmont en aquel entonces, como Beyle muy bien sabe, deba haber llevado su uniforme degeneral y no el traje azul de Estado.

    Beyle, que por aquel tiempo, afirma con propias palabras, tena la constitucin de una nia decatorce aos, a causa de una educacin completamente errnea nicamente dirigida a la formacinde habilidades burguesas, escribe que el elevado nmero de caballos muertos al borde del camino ydems cachivaches de guerra que el ejrcito, avanzando sinuosamente, iba dejando como una huellatras de s, le haba afectado de tal forma que, entretanto, no poda tener un entendimiento mspreciso de aquello que en su da le haba llenado de horror. Pensaba que la violencia de laimpresin haba acabado con la impresin misma. Por eso el dibujo expuesto a continuacin no hade comprenderse sino como un mero recurso mediante el que Beyle intenta representar cmo launidad con la que avanzaba empez a arder en las inmediaciones del pueblo y de la fortaleza deBard.

    B es Bard, el pueblo. Las tres C de la derecha, sobre la elevacin, indican los caones de lafortaleza que disparan los puntos L L L situados sobre el camino que discurre por la escarpadapendiente P. Donde pone la X, en el precipicio, yacen los caballos que, presos de un miedo febril, sehaban precipitado irremediablemente desde el camino, y H representa a Henri, la propia posicin

  • del narrador. Por supuesto que Beyle no lo habr visto as cuando se encontraba en este punto, puesla realidad, como sabemos, siempre es diferente a todo.

    Por lo dems, Beyle advierte que hasta las escenas ms cercanas a la realidad de los recuerdosde los que se dispone me-recen poca confianza. De una forma no diferente a la grandiosa aparicinen Martigny del general Marmont antes de iniciar la subida, el descenso de la cumbre del puerto,inmediato a la superacin del tramo ms difcil del camino, y el valle de San Bernardo, que se abrafrente al sol de la maana, le haban causado, en su belleza, una impresin imborrable. Cuenta queno poda dejar de mirar y que constantemente le pasaban por la cabeza las primeras palabrasitalianas -quanti sono miglia di qua a Ivrea y donna cattiva- que el da anterior le haba enseado uncura en cuya casa se haba hospedado. Beyle escribe que durante mucho tiempo haba vividoconfiando en poder recordar este trayecto a caballo en todos sus detalles, en particular la imagen enla que, a una distancia de unos tres cuartos de milla, se le ofreca por primera vez la ciudad de Ivreabajo una luz que se atenuaba a un ritmo lento. En el lugar en el que, paulatinamente, se abandona elvalle cada vez ms ancho hacia la llanura, se encontraba la ciudad ms bien situada hacia la derecha,mientras que a la izquierda, adentrndose en las profundidades de la distancia, se alzaban lasmontaas, el Resegone di Lecco, que tanto habra de significar para l ms adelante, y, al fondo deltodo, el Monte Rosa.

    En sus escritos, Beyle confiesa haber experimentado una gran desilusin cuando, haca unosaos, revisando papeles viejos, se tropez de improviso con un grabado titulado Prospetto d'lvera yhubo de admitir que la imagen que haba retenido en su memoria de la ciudad baada por la luz delcrepsculo no era sino una copia de este mismo grabado. Por eso, aconseja Beyle, no se deberancomprar grabados de hermosos panoramas ni panormicas que se ven cuando se est de viaje,porque un grabado ocupa pronto todo el espacio de un recuerdo, incluso podra afirmarse que acabacon l. Por muchos esfuerzos que hiciera, por ejemplo, no poda acordarse de la maravillosaMadonna de San Sisto que haba visto en Dresde, ya que haba quedado revestida por el grabado queMller haba hecho de ella; en cambio, los detestables cuadros al pastel de Mengs que estaban en lamisma galera, de los que nunca y en ninguna parte haba albergado una copia, los recordaba comosi los tuviese delante de los ojos.

    En Ivrea, donde todas las casas y plazas pblicas estaban ocupadas por el ejrcito que habaacampado en la ciudad, Beyle consigui encontrar para s y para el capitn Burelvillers, en cuyacompaa haba hecho su entrada en la ciudad a caballo, una habitacin en la que penetraba un airesingularmente agrio y estaba situada en el almacn de mercancas de una tintorera, entre todo tipode toneles y calderas de cobre, la cual, apenas hubo descabalgado, tambin tuvo que defender de unacuadrilla de merodeadores que quera arrancar las contraventanas y las puertas de sus pernios paraecharlas al fuego que haba atizado en el centro del patio. No slo por este hecho, sino por todas lasexperiencias de los ltimos das pasados, Beyle senta haber alcanzado la mayora de edad, y, en unasomo de espritu emprendedor, haciendo caso omiso de su hambre y de su extremo cansancio ascomo de las objeciones del capitn, emprendi el camino hacia el Emporeum, donde, segn habavisto anunciado en varios carteles, aquella noche se representaba II matrimonio segreto deCimarosa. La imaginacin de Beyle, que a causa de las irregularidades imperantes por doquier yaacusaba una agitacin febril, fue excitada an ms por la msica de Cimarosa. Ya en aquella partedel primer acto, en la que Paolino y Caroline, desposados en secreto, unen sus voces en el duetoangustiado Clara, non dubitar: pietade troveremo, se il ciel brbaro non , crea no slo ser lmismo quien estaba sobre las tablas del primitivo escenario, sino que de verdad se encontraba encasa del comerciante bolones, algo duro de odo, estrechando a su hija menor entre los brazos.Tanto se le encogi el corazn que, durante el resto de la representacin, las lgrimas le asomaronvarias veces a los ojos, y sali del Emporeum convencido de que la actriz que haba hecho de

  • Caroline y quien, como crea haber notado con toda seguridad, le haba dirigido la miradaexpresamente a l en ms de una ocasin, le podra ofrecer la felicidad prometida por la msica. Enmodo alguno le molestaba que el ojo izquierdo de la soprano se torciese un poco hacia fuera en larealizacin de los trinos ms complicados, tampoco que le faltara el colmillo superior derecho; sussentimientos exaltados se reafirmaban tanto ms precisamente en estos defectos. Ahora saba dndetena que buscar su suerte; no en Pars, donde la haba supuesto cuando an estaba en Grenoble, ytampoco en las montaas del Dauphin, que alguna vez haba rememorado con aoranza estando enPars, sino aqu, en Italia, en esta msica, en presencia de una actriz de estas caractersticas. Nofueron capaces de mudar este convencimiento las bromas obscenas sobre las costumbres dudosasde las damas del teatro con las que el capitn le asedi a la maana siguiente cuando, dejando atrsIvrea, cabalgaban con rumbo a Miln y Beyle senta que el desasosiego se desbordaba en su coraznhacia la amplitud del paisaje de comienzos de verano, desde el que, por todas partes, le saludaba unnmero inconmensurable de rboles de fresco verdor.

    El 23 de septiembre de 1800, aproximadamente tres meses despus de su llegada a Miln,Henri Beyle, quien hasta ese momento haba desempeado tareas de secretario en las oficinas de laembajada de la Repblica en la Casa Bovara, es asignado al Sexto Regimiento de Dragones bajo elcargo de subteniente. Las adquisiciones necesarias para completar su uniforme hicieron que eldinero fluyese a raudales; los gastos de los pares de pantalones de cuero de ciervo, del cascoadornado con pelo cortado de crines desde la nuca hasta la coronilla, de las botas, las espuelas, lashebillas del cinturn, los correajes del pecho, las charreteras, los botones y distintivos de rangosuperan con mucho los gastos comunes necesarios para su manutencin. Naturalmente, Beyle sesiente como transformado al contemplar ahora su figura en el espejo o al creer percibir en los ojosde las milanesas el reflejo de la impresin que causa. Se siente como si por fin hubiera conseguidosalir de su cuerpo rechoncho, como si el subido cuello alto bordado le hubiera estirado el suyo,demasiado corto. Incluso sus muy distantes entre s y por cuya causa, muy a su pesar, le llaman lechinois, parecen de pronto ms atrevidos, dirigidos a un punto medio imaginario. Despus de habercompletado su vestimenta, el dragn de diecisiete aos y medio pasea durante das una ereccin portoda la ciudad antes de osar desprenderse de la inocencia trada de Pars. Ms adelante no es capazde recordar el nombre o la cara de la donna cattiva que le asistiera en este negocio. La violentasensacin, escribe, haba borrado en l todo recuerdo. De esta forma tan exhaustiva Beyle, durantelas semanas siguientes, se adentra en la teora de que, retrospectivamente, su entrada en el mundose confunde con sus estancias en los burdeles de la ciudad y que, aun antes de final de ao, empiezaa sentir los dolores causados por una infeccin as como por el tratamiento de mercurio y yodopotsico. Esto, sin embargo, no le impide aplicarse al mismo tiempo al desarrollo de una pasinmucho ms abstracta. El objeto de su necesidad de sentir veneracin por alguien es AngelaPietragrua, la meretriz de su companero, Louis Joinville, quien slo de vez en cuando dirige al feoy joven dragn una mirada de soslayo irnica y llena de compasin.

    No sera sino once aos ms tarde, cuando Beyle, despus de una larga ausencia, hiciera unavisita a Miln y a Angela, la inolvidable, reuniendo el valor preciso para declararle sus elevadossentimientos hacia ella, que apenas se acuerda de l. A Angela le resulta bastante sospechosa lapasin de este extrao amante, e intenta suavizar la tensa situacin proponindole una excursin ala Villa Simonetta, donde un eco muy popular repite un disparo de pistola hasta cincuenta veces.Mas la estrategia del aplazamiento no consigue desviar nada de su rumbo. Lady Simonetta, comoBeyle llama desde este momento a Angela Pietragrua, se ve finalmente obligada a capitular ante loque le parece ser la loca elocuencia que Beyle despliega frente a ella. Sea como fuere, consigueobtener de l la promesa de que, una vez concedidos sus favores, se alejar de Miln sin mayordemora. Beyle acepta esta condicin sin protesta y an el mismo da abandona Miln, la ciudad

  • aorada durante tanto tiempo, no sin antes haber apuntado en los tirantes de su pantaln la fecha yel momento de su conquista, el 21 de septiembre, a las once y media de la maana. Cuando el eternoviajero se halla de nuevo sentado en la diligencia, y fuera, a su lado, transcurre la hermosa regin,se pregunta si alguna vez se llevara consigo otras victorias como esta recin conseguida. Alanochecer le acecha la melancola, que entretanto le es muy familiar, inspirndole un sentimientode inferioridad y de culpa muy parecido al que le haba atormentado a finales del ao 1800, porprimera vez de forma duradera. A lo largo de todo el verano, la euforia general subsiguiente a labatalla de Marengo le haba llevado como en volandas; con una fascinacin enorme, en las gacetashaba ledo los continuos informes sobre la campaa del norte de Italia; haba habidorepresentaciones al aire libre, bailes e iluminaciones, pero fue el da en el que pudo estrenar suuniforme cuando sinti que definitivamente su vida haba ocupado el lugar que le corresponda enun sistema perfecto o an en vas de perfeccin, en el que la belleza y el horror se hallaban en unaproporcin exacta. Sin embargo el otoo tardo haba trado consigo la melancola. El servicio en elcuartel le oprima en una medida creciente; Angela, en efecto, pareca no tener ojos para l; laenfermedad se desat con violencia, y una y otra vez examinaba en un espejo las inflamaciones ylceras de la cavidad bucal y de las profundidades de la garganta, y los lugares cubiertos demanchas en la parte interna de los muslos.

    Al comienzo del nuevo siglo, Beyle volvi a ver II matrimonio segreto en La Scala; noobstante, aunque el marco teatral fuera perfecto y la actriz que representaba Caroline de una granbelleza, no logr, como antao, en Ivrea, imaginarse en compaa de los actores. Ms bien estabaahora tan alejado de todo ello, que seguramente crey sentir que la msica estara a punto deromperle el corazn. Los aplausos que tronaron por todo el edificio de la pera al final de larepresentacin se le antojaron como el acto final de un aniquilamiento, como el estrpitoocasionado por un incendio enorme, y an permaneci bastante tiempo sentado, como aturdido porla esperanza de que el fuego le consumiera. Fue uno de los ltimos visitantes en abandonar elguardarropa; todava un instante antes de salir dirigi una mirada a un lado, a su imagen reflejadaen el espejo, y frente a s mismo se plante por primera vez aquel interrogante que le inquietaradurante los prximos decenios: qu es lo que hace sucumbir a un escritor? Teniendo en cuentaestas circunstancias, le pareci especialmente significativo leer en una gaceta, pocos das despusde aquella velada memorable, que a Cimarosa le haba sorprendido la muerte en Venecia, el da 11del presente mes, trabajando en Artemisia, su nueva pera. El 17 de enero se estren Artemisia en elteatro La Fenice. Fue un xito enorme. Empezaron a circular extraos rumores que apuntaban a queCimarosa, quien haba estado implicado en el movimiento revolucionario de Npoles, haba sidoenvenenado por orden de la reina Carolina. Otras suposiciones sostenan que Cimarosa habamuerto de las secuelas de los malos tratos recibidos en las crceles napolitanas. Estos rumores, quecausaron a Beyle frecuentes pesadillas en las que de un modo terrible andaba revuelto todo lo quehaba vivido durante los meses anteriores, persistan con gran contumacia, y todava no se habalibrado de ellas cuando el mdico de cabecera del papa, tras un examen del cadver de Cimarosaque l mismo haba convocado, declar que la causa de su muerte haba sido una gangrena.

    Beyle necesit bastante tiempo para, en lo posible, intentar tranquilizarse en relacin con estosacontecimientos. A lo largo de toda la primavera padeci de accesos de fiebre y convulsionesgstricas, tratados por un lado con corteza de quina, y con raz de ipecacuana y una pasta decarbonato potsico y antimonio por otro, lo que empeor tanto su estado que ms de una vez creyque haba llegado su final. Hasta principios de verano no se fueron aplacando sus temores y conellos la fiebre y los terribles dolores de estmago. Tan pronto como se hubo restablecidoligeramente, Beyle, quien, dejando a un lado su bautismo de fuego en Bard, no haba estado nuncaen una batalla, comenz a visitar los lugares en donde haban tenido lugar las grandes contiendas de

  • los ltimos aos. Una y otra vez volva a atravesar el paisaje lombardo, al que, como l mismo sepercataba, ya haba cobrado cario, y en cuya lejana se separaban cada vez ms finos listones detonos grisceos y azulinos, para, finalmente, diluirse en el horizonte, en una especie de calina.

    De modo que Beyle, regresando de Tortone, a las tempranas horas de la maana del 27 deseptiembre de 1801, se detiene en la campia, vasta y calma -nicamente puede orse a las alondras,elevndose- sobre la que el 25 de Pradial del ao anterior, haca exactamente quince meses yquince das, anota, haba tenido lugar la batalla de Marengo. El giro decisivo de esta batalla dirigidapor el furioso ataque de la caballera de Kellermann, que, cuando ya todo pareca perdido, propicila gran potencia austraca desde un flanco bajo la luz del sol de poniente, le era conocido porinfinitas variantes narrativas, y tambin l mismo se lo haba figurado de las formas ms diversas yen todo tipo de colores. Pero ahora oteaba la llanura, vea sobresalir rboles muertos, aislados, yvea, desde donde l estaba en adelante, las osamentas de los quiz 16.000 hombres y 4.000 caballosque haban muerto en aquel mismo lugar, en parte ya completamente blanqueadas y refulgentes porel roco de la noche. La diferencia entre las imgenes de la batalla que tena en su cabeza y laimagen que, como prueba de que la batalla haba acontecido en realidad, vea en estos momentosdesplegada ante s, le produca una sensacin de ira semejante al vrtigo que nunca antes habaexperimentado. Posiblemente por este motivo la columna conmemorativa que se haba erigido enel campo de batalla le caus, escribe, una impresin de mezquindad extrema. En su ruindad no secorresponda ni con su idea de lo turbulento de la lucha de Marengo ni con el enorme campo decadveres en el que ahora se encontraba, solo consigo mismo, como un moribundo.

    Recapitulando aquel da de septiembre en el campo de Marengo, Beyle, a partir de entonces,tuvo a menudo la impresin de haber previsto todas las campaas y catstrofes de los aosvenideros, incluso la cada y el destierro de Napolen, y de que en aquel momento se haba dadocuenta de que su suerte no estaba al servicio del ejrcito. En cualquier caso fue durante aquellassemanas de otoo cuando tom la decisin de convertirse en el ms grande escritor de todos lostiempos. Sin embargo no emprendi pasos decididos para la realizacin de este sueo deseadoantes de que se hubiera comenzado a perfilar la disolucin del imperio, y consigui su verdaderairrupcin en la literatura con su texto De l'amour, que escribi en la primavera de 1820 como unaespecie de resumen de la poca tan esperanzadora como infeliz que haba precedido a dichotrabajo.

    Beyle, que en estos aos, como era habitual en l, pasaba mucho tiempo de camino entreFrancia e Italia, en marzo de 1818 conoci a Mtilde Dembowski Viscontini en su saln milans.Mtilde, casada con un oficial polaco casi treinta aos mayor que ella, tena veintiocho aos de edady una gran belleza melanclica. Beyle, al cabo de un ao, aproximadamente, en el que contaba comouno de los visitantes habituales de las casas colindantes a la Piazza delle Galline y a la PiazzaBelgioioso, estaba casi a punto de ganarse el afecto de Mtilde mediante su pasin ofrecida con unadiscrecin silenciosa, cuando l mismo contrari sus posibilidades a causa de una gaffe irreparable,como ms adelante hubo de reconocer.

    Mtilde haba ido a Volterra para visitar a sus dos hijos, internos en el colegio de frailes deSan Michele, y Beyle, incapaz incluso de soportar siquiera unos das sin poder V E R a Mtilde,parti de incgnito en pos de ella. Sencillamente no acertaba a quitarse de la cabeza la ltimamirada de Mtilde que haba atrapado al vuelo la noche anterior a su partida. Ella, al despedirse enel vestbulo de su casa, se haba inclinado para ajustar algo de su zapato, y de repente todo habadesaparecido alrededor de Beyle, y haba visto tras ella, en una profunda oscuridad, como por entrenubes de humo, abrirse un desierto rojizo. Esta visin le transport a un estado semejante al tranceen el que se dispuso a disfrazar su persona. Se compr una chaqueta amarilla nueva, pantalones azuloscuro, calzado de charol negro, un sombrero de terciopelo muy alto y unos cuantos anteojos

  • verdes, y con esta facha vagaba por Volterra, intentando ver a Mtilde por lo menos desde unacierta distancia tan a menudo como fuera posible. De hecho Beyle crey en un primer momentoque no se le reconoca, pero despus constat con mayor contento an que Mtilde le dirigamiradas elocuentes. Se felicitaba a s mismo por lo bien que lo haba dispuesto y durante todo estetiempo no dej de canturrear Je suis le compagnon secret et familier, letra que, de algn modo, lepareca especialmente original para una meloda que l mismo haba compuesto. Mtilde, encambio, quien, como fcilmente se puede imaginar, se vea comprometida por esta empresa deBeyle, le agraci, cuando su comportamiento inexplicable acab por parecerle demasiado molesto,con un billete muy seco que pona un fin bastante abrupto a sus esperanzas como amante.

    Beyle estaba inconsolable. Meses enteros se estuvo haciendo reproches, y hasta que no sedecide a transformar su gran pasin en un memorial sobre el amor, no reencuentra su equilibrioespiritual. Sobre la superficie de su escritorio descansa, en recuerdo a Mtilde, una impresin deyeso de su mano izquierda con la que felizmente haba conseguido hacerse poco antes deldescalabro, como a menudo piensa cuando escribe. Esta

    mano significa para l casi tanto como lo que Mtilde le hubiera podido significar. En especial

    es la ligera encorvadura del dedo anular lo que le produce emociones de una intensidad que hastaahora no haba experimentado.

    En el escrito Sobre el amor se habla de un viaje que el autor afirma haber hecho partiendo deBolonia en compaa de una tal Mme. Gherardi a la que en ocasiones slo llama Ghita. Esta talGhita, que en el marco de la obra tarda de Beyle an aparece en determinadas ocasiones, es unafigura misteriosa, por no decir espectral. Hay motivos para suponer que Beyle introdujo su nombrea modo de clave para varias de sus amantes, como Adle Rebuffel, Angline Bereyter y, no enltimo lugar, Mtilde Dembowski, y que Mme. Gherardi, cuya vida, escribe Beyle en cierta ocasin,fcilmente constitua una novela entera, no haba existido en realidad pese a todos los datosdocumentales, no siendo ms que una especie de figura fantasma, a la que Beyle, durante dcadas,fue fiel. Asimismo tampoco queda claro el momento de su vida en el que Beyle emprendi el viajecon Mme. Gherardi, en el supuesto caso de que lo hiciera. No obstante, dado que justo al comienzode la narracin se habla con frecuencia del lago de Garda, parece probable que mucho de aquelloque Beyle vivi en septiembre de 1813, cuando se encontraba detenido a causa de su convalecenciaen los lagos de la parte superior de Italia, se haya incluido en el informe del viaje con Mme.Gherardi.

    En otoo de 1813 Beyle se encontraba de un humor elegiaco prolongado. Durante el inviernoanterior haba participado en la terrible retirada de Rusia, y a continuacin pas algn tiempoencomendado a tareas de administracin en Sagn, Silesia, donde, en verano, fue sorprendido poruna grave enfermedad, en cuyo transcurso imgenes del gran incendio de Mosc y de la ascensinal Schneekopf, la cual haba planeado inmediatamente antes de la irrupcin de la fiebre, leconfundan los sentidos de continuo. De cuando en cuando Beyle se vea en la cumbre de lamontaa, separado de todo el mundo y rodeado de los estandartes de nieve que, horizontales,ondean en el temporal, y de las llamas que se propagaban desde los tejados de las casas en derredor.

  • Las vacaciones de reposo, que, despus de su recuperacin, emprendi en el norte de Italia, secaracterizaron por una sensacin de debilidad y de paz, que haca que tanto la naturalezacircundante como el anhelo de amor que le desazonaba siempre se le aparecieran bajo una luzcompletamente nueva. Una ligereza singular, nunca antes sentida, tom posesin de l, y es elrecuerdo de esta ligereza el leitmotiv que recorre el informe, escrito siete aos despus, sobre elviaje acaso slo imaginario con la que probablemente slo fuera acompaante de igual modoimaginaria.

    El punto de partida de la narracin es Bolonia, en donde durante las primeras semanas de juliode un ao, que, como se ha dicho, no se puede precisar con exactitud, reina un calor tan insoportableque Beyle y Mme. Gherardi deciden pasar unas semanas al aire ms fresco de la montaa.Descansando durante el da y viajando de noche, atraviesan las tierras montaosas de la Emilia-Romagna y los pantanos de Mantua, cubiertos de vapores sulfurosos, para, a la maana del tercerda, negar a Desenzano, a orillas del lago de Garda. Beyle escribe que jams, en toda su vida, haexperimentado la belleza y soledad de estas aguas con ms hondura que en aquel entonces. Que acausa del calor opresivo l y Mme. Gherardi haban pasado las noches en el lago, fuera, en unabarca, y que con la irrupcin de la oscuridad haban visto las tonalidades de color ms inusitadas yvivido las horas ms inolvidables de quietud. Una de esas noches, escribe Beyle, estuvieronconversando sobre la felicidad. Mme. Gherardi sostena la afirmacin de que, como la mayora delas dems bendiciones de la civilizacin, el amor es una quimera que ms deseamos cuanto ms nosalejamos de la naturaleza. En la medida en la que an anduviramos buscando la naturaleza en slootro cuerpo distinto nos estaramos alejando de ella, puesto que el amor, dice, es una pasin quesalda sus deudas con una moneda inventada por l mismo; negocio ficticio, en definitiva, ya quepara la felicidad se precisa tan poco del amor como del aparato de cortar plumas que l, Beyle, sehaba comprado en Mdena. O es que acaso cree usted, aadi ella segn escribe Beyle, quePetrarca haba sido infeliz slo porque nunca se haba podido tomar un caf?

    Pocos das despus de esta conversacin, Beyle y Mme. Gherardi reanudaron su viaje. Dadoque el aire sobre el lago de Garda sopla de norte a sur alrededor de la medianoche, y de sur a nortealgunas horas antes del alba, primero se dirigieron a Gargnano bordeando la orilla hasta llegar amedia altura del lago; all cogieron una barca con la que, justo al despuntar el da, arribaron alpequeo puerto de Riva, donde ya haba dos muchachos jugando a los dados sobre el muro delmuelle. Beyle llam la atencin de Mme. Gherardi sobre una vieja y pesada embarcacin que, conun palo mayor doblado en el tercio superior y velas rugosas de un marrn amarillento, pareca, ajuzgar por las apariencias, haber tomado puerto tambin no haca mucho, de la cual salan doshombres con chaquetas oscuras y botones de plata llevando una camilla a tierra, en la que,ostensiblemente, yaca un hombre bajo una gran tela de seda franjeada y adornada con flores. Mme.Gherardi se sinti conmovida por esta escena hasta tal punto adversa, que insisti en que partierande Riva sin ms tardanza.

    Cuanto ms se adentraban en las montaas, ms fresco y ms verde se volva su entorno, cosasobre la que Mme. Gherardi, que con tanta frecuencia haba tenido que padecer los veranospolvorientos de su propio pas, se mostraba completamente encantada. El lgubre suceso de Riva,que algunas veces importunaba sus recuerdos como una sombra, pronto qued olvidado, dandocabida a un entusiasmo tan desbordante que de puro contento se compr un sombrero tirols de alaancha en Innsbruck, como los que conocemos por los cuadros de los sublevados de Andreas Hofer,y Beyle, que ya entonces hubiera preferido volver, dispuso lo necesario para seguir descendiendoel valle del Inn, pasando por Schaz y Kufstein, hasta llegar a Salzburgo. Una vez all, a lo largo de suestancia de varios das, no perdieron la ocasin de visitar las en adelante famossimas galerassubterrneas de las minas de sal de Hallein, donde uno de los mineros obsequi a Mme. Gherardi

  • con una rama muerta, si bien revestida por miles de cristales, en la que, cuando hubieron regresadoa la luz del da, los rayos del sol se quebraban resplandeciendo en tantas formas, escribe Beyle,como slo resplandece la luz de una sala de baile claramente iluminada por los diamantes de lasdamas a las que los caballeros guan en crculo.

    El duradero proceso de la cristalizacin, que haba transformado la rama muerta en unaverdadera maravilla, le pareca a Beyle, como l mismo explica, una alegora del crecimiento delamor en las minas de sal de nuestras almas. Durante mucho tiempo estuvo intentando seducir aMme. Gherardi en cuanto al valor de esta analoga. Mme. Gherardi, sin embargo, no estabadispuesta a desistir de la felicidad infantil que aquellos das le impulsaba para deliberar con Beyleel sentido ms profundo, observ irnicamente, de la sin duda muy bella alegora. Esto se lo tomBeyle como una demostracin de las dificultades que, en el momento ms inesperado, siemprevolvan a surgir en la bsqueda de una mujer que se correspondiera con su mundo interior, y, anota,haba comprendido entonces que ni su proceder ms estrambtico iba a conseguir precisamenteallanar el camino de tales dificultades. Con ello haba llegado al tema que como escritor lefascinara a lo largo de los aos. De esta guisa est sentado hacia el 1826 -ya casi tiene cuarentaaos-, solo, en un banco sombreado por dos bellos rboles y rodeado de un pequeo muro, en eljardn del monasterio de los Minori Osservanti, situado a gran altura, en la parte superior del lagode Albano y lentamente, con el bastn que ahora casi siempre lleva consigo, en la arena dibuja lasiniciales de las mujeres a las que haba amado, como una enigmtica escritura rnica de su vida.

    Las iniciales representan a Virginie Kubly, Angela Pietragrua, Adle Rebuffel, MlanieGuilbert, Mina de Griesheim, Alexandrine Petit, Angline (que je nai jamais aim) Bereyter,Mtilde Dembowski, a Clmentine, Giulia y Mme. Azur, cuyo nombre no consigue recordar. En lamisma medida en la que ya no entiende los nombres de estas estrellas, declara, que se le han vueltodesconocidas, ya cuando escribi Sobre el amor le pareci de igual modo incomprensible el motivopor el que Mme. Gherardi le obsequiaba con respuestas ora algo melanclicas, ora mordaces,siempre que se esforzaba en convencerla para que creyera en el amor. No obstante, Beyle se sentaparticularmente herido cuando Mme. Gherardi, lo que suceda con sobrada frecuencia, llegando aun momento en el que l mismo, resignado, se haba convencido de las razones de su filosofa,atribua a las ilusiones del amor, evocadas por la cristalizacin de la sal, un cierto valor de realidad.En estos momentos le aterraba la conviccin repentina de su insuficiencia y una sensacin muyhonda de desidia. Beyle recuerda con una claridad meridiana que ste haba sido el caso en el otoodel ao que viajaron juntos a los Alpes, cuando, durante un paseo a caballo hacia la Cascata delReno, debatan sobre las penas amorosas de Oldofredi, el pintor, a la sazn tema de conversacin dela ciudad. Cuando Mme. Gherardi, gran aficionada principalmente a la ingeniosa conversacin deBeyle, comenz a hablar, en apariencia para s, de una suerte divina a la que no haba nada de la vidareal que fuese equiparable, Beyle, que an no haba desistido de hacerse ilusiones con respecto asus favores, se sinti sobrecogido por un espanto terrible, y, si bien gustaba de pensar ms en smismo que en Oldofredi, calificaba a ste de pobre extranjero. Despus haca que su caballo sedistanciase cada vez ms del de Mme. Gherardi, quien as y todo, como se ha dicho, posiblementeslo existiera en su imaginacin, recorriendo las tres millas de vuelta que todava les separaban deBolonia sin cruzar una sola palabra ms.

    Beyle escribi sus grandes novelas en los aos entre 1829 y 1842, constantemente aquejado delos sntomas de su enfermedad sifiltica. La disfagia, tumefacciones bajo las axilas y los dolores ensus atrofiados testculos le dejaban especialmente exhausto. Como el agudo observador en el que sehaba convertido, contabilizaba con suma precisin las oscilaciones de su estado de salud y acabpor darse cuenta de que su insomnio, mareos, el zumbido en los odos, el pulso nervioso y lostemblores, a veces tan intensos que apenas poda seguir manejando el cuchillo y el tenedor,

  • guardaban menos relacin con su misma enfermedad que con los remedios altamente txicos quese vena tomando desde haca aos. Su estado de salud mejor conforme renunciaba al mercurio yal yodo potsico, sin embargo notaba que su corazn comenzaba a denegar sus serviciospaulatinamente. Beyle, cada vez con ms frecuencia, y tal y como tena por costumbre desde hacamucho tiempo, calculaba su edad de una forma criptogrfica semejante, en su abstraccin trepadoray ominosa, a mensajes de la muerte.

    Seis aos de trabajo extenuante separan de su final el momento en el que bosqueja este apuntenumrico difcil de comprender. La tarde del 22 de marzo de 1842, ya se poda intuir el olor aprimavera en el aire, un ataque apopltico le tumba sobre la acera de la Rue Neuve-des-Capucines.Le llevan a su casa en la actual Rue Danielle-Casanova, donde, en la madrugada del da siguiente, seextingue sin haber recobrado el conocimiento.

  • ALLESTERO

    En aquel entonces, hablo de octubre de 1980, con la esperanza de salir de una pocaespecialmente mala mediante un cambio de lugar, haba salido de Inglaterra, donde llevo viviendodesde hace casi veinticinco aos en un condado casi siempre gris, cubierto de nubes, con direccin aViena. Pero nada ms llegar a Viena result que los das, no ocupados en tareas de escritura y deljardn, segn tengo por costumbre, se me hacan extraordinariamente largos, y que en realidad yano saba adonde dirigirme. Todas las maanas, temprano, me pona en marcha, y en la Leopoldstadt,en el centro y en la Josefstadt recorra lo que parecan caminos sin meta ni rumbo, de los que nohaba ninguno, como qued demostrado ante mi asombro cuando ms adelante ech un vistazo almapa, que no sobrepasara una zona exactamente contorneada con forma de hoz o incluso de medialuna, cuyas aristas ms externas estaban enclavadas en el Venediger Au, detrs del Praterstern, obien junto a los grandes hospitales del Alsergrund. Si una vez recorridos se hubiesen dibujado loscaminos por los que entonces anduve, se hubiera tenido la impresin de que alguien, sobre unasuperficie previamente dada, haba estado constantemente probando atajos y rodeos nuevos paravolver a llegar siempre al lmite de su capacidad de razonamiento, imaginacin y voluntad, y verseen la obligacin de volver. Atravesar y cruzar la ciudad en todas las direcciones, hecho que amenudo se prolongaba durante horas, tena una limitacin sumamente evidente, sin que jams hayatenido claro qu es en realidad lo que era incomprensible de mi comportamiento de entonces, si elcaminar constante o la imposibilidad de sobrepasar las invisibles y, como debo seguir suponiendoan hoy en da, absolutamente arbitrarias lneas divisorias. Slo s que incluso me resultabaimposible subirme a algn medio de transporte pblico e ir as, sin ms, por ejemplo, aPtzleinsdorf en el 41 o en el 58 a Schnbrunn, para, como tantas veces haba hecho antes, paseardurante todo el da por el parque de Ptzleinsdorf, por el bosque de Dorothee o por el jardn de losfaisanes. En cambio, entrar en cafs y en restaurantes no me deparaba ninguna dificultad. Cada unade las veces que haba recobrado fuerzas y haba descansado un poco en uno de ellos, me suma enuna sensacin provisional de normalidad tan acentuada, que a ratos, en este estado de sentirmerestablecido y rodeado de un atisbo de esperanza, cre poder poner fin a mi mutismo, permanentedesde haca das, con una llamada de telfono. Pero dio la casualidad de que de las tres o cuatropersonas, a lo sumo, con las que, en determinadas circunstancias, hubiera querido hablar, ninguna seencontraba en casa y tampoco les poda hacer venir por ms que dejara sonar el timbre. Es un vacosingular el que surge cuando en una ciudad extraa se prueba a llamar, en vano, a varios nmeros detelfono. La eventualidad de que nadie quiera coger el telfono implica una decepcin designificado trascendente, como si por lo que de verdad se estuviera apostando en este juego denmeros fuese la muerte o la vida. Qu otro remedio me quedaba, pues, una vez que haba vuelto aguardar las monedas que salan tintineando del aparato, ms que seguir deambulando por la calle,sin rumbo, hasta bien entrada la noche. Con frecuencia, probablemente a causa de mi excesivocansancio, me pareca ver pasar a cualquier conocido delante de m. Cuando tena estasalucinaciones, porque no eran ms que esto, se trataba exclusivamente de personas en las que nohaba vuelto a pensar durante aos, de personas sueltas, en cierto modo. Tambin vea a aquellasque con seguridad no se encontraban ya con vida, como Mathild Seelos o Frgut, el escritor mancode provincias. Una vez, en la calle Gonzaga, incluso cre reconocer a Dante, el poeta exiliado de suciudad natal so pena de morir en la hoguera. Estuvo caminando un buen rato un poco por delante dem, con su famosa gorra en la cabeza, bastante ms alto que la mayora de los transentes y sinembargo pasando por stos completamente inadvertido, pero en el momento en el que aceler mis

  • pasos para darle alcance, torci al callejn Heinrich, y cuando llegu a la esquina ya no se le podaver por ningn lado. Despus de arrebatos de este tipo comenz a aflorar en m una preocupacindifusa que se expresaba en una sensacin de nusea y de mareo. Los contornos de las imgenes queintentaba retener se desenlazaban, y los pensamientos se me desintegraban aun antes de que loshubiera asido bien. Aunque algunas veces, cuando me tena que detener junto a una pared o inclusoponer a salvo en el portal de un edificio, tema el comienzo de una parlisis o enfermedad cerebral,no era capaz de impedirla de otra forma ms que caminando hasta quedar completamente exhaustoya muy entrada la noche. En los aproximadamente diez das que pas aquella vez en Viena no fui aver nada; a excepcin de cafs y restaurantes no entr en ninguna parte y, a excepcin de camarerosy camareras, no intercambi una palabra con nadie. nicamente, si mal no recuerdo, hablaba unpoco con las grajillas de los jardines que estn delante del ayuntamiento, y tambin con un mirlo decabeza blanca que vena con las grajillas a por mis uvas. Las prolongadas estancias en los bancos delparque, el vagar sin rumbo por la ciudad, la tendencia en aumento a evitar tambin restaurantes y,como se dio algo despus, a hacer mis comidas de pie, en uno de esos locales de comida rpida queno tienen sitio para sentarse, o simplemente ingerir alguna cosa recin salida del plstico, habancomenzado a cambiarme sin que yo mismo me pudiera dar cuenta. A los signos de una andrajosidadpolvorienta que se hacan evidentes en mi aspecto se contrapona el hecho de continuar viviendo enun hotel como un contrasentido a simple vista cada vez ms obvio. Haba comenzado a llevarconmigo, en una bolsa de plstico que me haba trado de Inglaterra, todo tipo de objetosinnecesarios, objetos de los que yo, aun sin poder reconocerlo, me iba haciendo ms inseparablesegn iban pasando los das. Al regresar de mis excursiones a una hora avanzada, cuando, apretandomi bolsa con los brazos cruzados al pecho, esperaba el ascensor en el vestbulo del hotel, notaba laprolongada mirada inquisitiva del portero de noche que se encontraba a mis espaldas. Ya no meatreva a encender la televisin de mi cuarto, y no s si hubiera salido de esta decadencia si unanoche, mientras sentado al borde de la cama me quitaba la ropa con lentitud, no me hubiera quedadotan horrorizado ante el aspecto que ofrecan mis zapatos, por dentro ya disueltos en jirones. Se mecort la respiracin y los ojos se me empaaron de la misma forma que ya me haba sucedido aquelmismo da, cuando, despus de haber recorrido un largo camino por la Leopoldstadt, que por ltimome haba trado de vuelta al primer distrito pasando por la Ferdinandstrae y el Schwedenbrcke,llegu a la Ruprechtplatz. En el primer piso del edificio, en el que se encuentra la sinagoga y unrestaurante de comidas preparadas segn el rito judo, las ventanas del centro de la comunidad judaestaban abiertas de par en par -puesto que haca un da de otoo de una belleza inslita, incluso casise le podra calificar de veraniego- y dentro, curiosamente, nios invisibles cantaban en inglsJingle Bells y Silent Night, Holy Night. Los nios cantando y ahora los zapatos, deshechos y, segnme dio la impresin, sin dueo. Nieve y zapatos a montones; con estas palabras en la cabeza memet en la cama. A la maana siguiente, cuando me despert despus de haber dormidoprofundamente, sin sueos, lo que ni siquiera haban podido perturbar los ruidos del oleaje de lasmareas del trfico que desde el Ring penetraban en mi habitacin, me senta como si hubierasurcado un ancho mar durante las horas de mi ausencia nocturna. Antes de abrir los ojos me vi bajarla escalerilla desplazable de un gran transbordador, y apenas sent tierra firme bajo mis pies, tomla decisin de ir a Venecia con el tren nocturno, no sin antes pasar el da en Kosterneuburg conErnst Herbeck.

    Desde su vigsimo ao de vida, Ernst Herbeck padece de trastornos mentales. En 1940 fueingresado por primera vez en una clnica. Hasta ese momento haba estado trabajando de pen enuna fbrica de armamento. De un da para otro apenas poda comer y domir. Por la noche yacadespierto, en la cama, contando nmeros. Se le encogi el cuerpo. l mismo me haba dicho en unaocasin que la vida en familia, en especial la forma severa de pensar del padre, le haba

  • descompuesto los nervios. Por eso perdi el dominio de s, al comer lanzaba el plato hacia afuera oderramaba la sopa debajo de la cama. A veces su estado mejoraba durante algn tiempo. Incluso fuellamado a filas en octubre de 1944, si bien en marzo de 1945 le volvieron a dar de baja. Un aodespus de finalizar la guerra se produjo su cuarta y definitiva hospitalizacin. Por la noche habaerrado por las calles de Viena, haba llamado la atencin por su comportamiento y dado unainformacin descabellada en la comisara de polica. En el otoo de 1980, tras treinta y cuatro aosde vida en un internado, atormentado por la insignificancia de sus pensamientos y percibiendo lascosas como por entre una fina red delante de sus ojos, Ernst Herbeck pas a modo de experimentodel estado de enfermo al de jubilado. Ahora viva en la ciudad, en un hogar de pensionistas, sin quedestacara entre el resto de los dems internos. Cuando a eso de las nueve y media llegu delante dela residencia, ya me estaba esperando en el extremo superior de la escalera que conduca a laentrada. Le hice una sea desde el lado opuesto de la calle. Inmediatamente estir el brazo hacia loalto para saludarme y baj las escaleras, con el brazo an extendido. Llevaba un traje de glencheckcon una insignia de senderista en la solapa. En la cabeza llevaba un pequeo sombrero, una especiede trilby que ms tarde, cuando tuvo demasiado calor, se quit llevndolo junto a s, a un lado, de lamisma forma que mi abuelo sola hacer cuando en verano sala a dar un paseo.

    A propuesta ma fuimos en tren hasta Altenberg, unos cuantos kilmetros a la orilla delDanubio. ramos los nicos pasajeros del vagn. Fuera, en la zona de inundacin, haba sauces,lamos, alisos y fresnos, pequeos jardines y huertos privados, y pequeos edificios deurbanizaciones. De vez en cuando, vistas al ro. Sin proferir palabra, Ernst dejaba que todo pasara asu lado. Desde la ventana abierta el aire soplaba en torno a su frente. Tena los prpados mediohundidos sobre los ojos grandes. Se me ocurri la extraa palabra vacaciones. Da de vacaciones,temperatura de vacaciones. Irse de vacaciones. Estar de vacaciones. Vacaciones. Durante toda unavida. En Altenberg desanduvimos un pequeo trecho de la calle y despus, torciendo a la derecha,subimos por el camino umbroso al castillo de Greifenstein, una fortaleza medieval que desempeaun papel importante no slo en mi fantasa, sino tambin en la de los habitantes de Greifenstein, quecontinan viviendo al pie de la roca hasta el da de hoy. La primera vez que yo haba estado en elcastillo de Greifenstein, contemplando el paisaje desde el mirador del local donde se podadisfrutar el panorama, la corriente luminosa y las vegas del Danubio, sobre el que entonces sehundan las sombras de la tarde, fue a finales de los aos sesenta.

    Aquel da claro de octubre, en el que Ernst y yo, sentados el uno junto al otro, disfrutamos deesta maravillosa vista, sobre el mar de follaje flotaba un vapor azul que alcanzaba los muros delcastillo. Ondas de aire se filtraban por entre las copas de los rboles y hojas aisladas, desprendidasde los rboles, encontraban la corriente de aire elevndose tan alto, que lentamente se ibanocultando a los ojos. Ernst se haba marchado con ellas, muy lejos. Durante minutos enteros dejabahincado el tenedor en su pastel, en vertical. Sellos, dijo de repente, antes coleccionaba sellos,austracos, suizos y argentinos. Despus fum en silencio otro cigarrillo y repiti, mientras loapagaba y como asombrado de toda su vida pasada, la palabra argentinos, quiz parecindoledemasiado extranjera. Aquella maana no hubiera faltado mucho, creo yo, para que amboshubiramos aprendido a volar, o yo, por lo menos, lo que se necesita para una cada decorosa. Perosiempre dejamos escapar los momentos ms propicios. Slo queda aadir que la vista de Grei-fenstein tampoco sigue siendo la misma. En la parte inferior del castillo se ha construido una presa,con lo que se ha rectificado el curso de la corriente, cuyo nuevo aspecto har que el recuerdo, enpoco tiempo, se desvanezca.

  • El camino de vuelta lo hicimos a pie. A los dos se nos hizo demasiado largo. Cabizbajos,

    caminbamos uno junto al otro bajo el sol otoal. En Kritzendorf las casas parecan no tener fin. Delos habitantes de Kritzendorf no haba ni rastro. Todos estaban sentados a la mesa del almuerzo,haciendo ruido con sus cubiertos y con sus platos. Un perro se abalanzaba a una puerta del jardn dehierro, pintada de verde, completamente fuera de s, como si hubiera perdido el juicio. Era unTerranova grande y negro, cuya mansedumbre innata se haba echado a perder por malos tratos, unasoledad prolongada o una atmsfera lmpida. En la villa erigida detrs de la empalizada no se movanada. Nadie vena a la ventana, ni siquiera se mova una cortina. En embestidas siempre nuevas, elperro corra contra la verja. Slo a veces se quedaba parado, dirigiendo su mirada hacia nosotros,que nos habamos quedado quietos como clavados. Ech un cheln como ofrenda para las nimas enel buzn de chapa colocado junto a la puerta del jardn. Al seguir caminando sent el fro del terroren mis miembros. Ernst se volvi a parar y dio la vuelta en direccin al perro negro, ahora mudo yquieto a la luz del medioda. Quiz no hubisemos tenido ms que dejarle suelto. Es probable quedespus hubiera seguido el camino a nuestro lado, en actitud obediente, y que su mal carcter sehubiera puesto a buscar un domicilio nuevo en el interior de otros habitantes de Kritzendorf, o entodos los habitantes de Kritzendorf al mismo tiempo, de forma que ninguno de ellos hubiera sido yacapaz de sostener una cuchara o un tenedor.

    Por la Albrechtstrae llegamos a Klosterneuburg. En su extremo superior se alza un edificioabandonado, levantado a base de bloques huecos de hormign y paneles prefabricados. Las ventanasde la planta baja estn clavadas con tablones. El entramado del tejado falta en su totalidad. En sulugar, introducindose en el cielo, sobresale una fajina herrumbrosa de apuntalamientos de hierro.Todo ello me caus la impresin de un grave delito. Ernst aceler sus pasos y evit echar unamirada al espantoso monumento. Un par de casas ms adelante, en la escuela de primaria, habanios cantando. Quienes mejor lo hacan eran aquellos que no terminaban de conseguir mantener lacurva meldica. Ernst se qued quieto, se gir hacia m, como si ambos estuviramosrepresentando una obra de teatro, y pronunci la siguiente frase en lo que me pareci una especiede alemn escnico aprendido alguna vez de memoria, haca mucho tiempo: Suena hermoso en labrisa y a uno le ensalza el nimo. Hara cerca de dos aos que ya haba estado delante de la mismaescuela. En aquel entonces haba ido con Olga a Klosterneuburg para visitar a su abuela que habaingresado en la residencia de ancianos, en la Martinstrafie. En el camino de vuelta nos internamosen la Albrechtstrafie, y Olga cedi a la tentacin de entrar en el colegio al que haba ido siendonia. En una de las aulas, la misma a la que haba acudido a principios de los aos cincuenta, dabaclase, casi treinta aos ms tarde y con la misma voz de entonces, la misma maestra, queamonestaba a los nios de una forma exacta a la de entonces para que se concentraran en su tarea yno se pusieran a cuchichear. Olga me cont ms tarde que sola, en el gran vestbulo, rodeada de laspuertas cerradas que en su poca le haban parecido elevados portones, haba sido presa de un llantoconvulsivo. Cuando regres a la Albrechtstrae, donde yo la estaba esperando, se encontraba en unestado de conmocin que nunca haba notado en ella. Volvimos a Ottakring, al piso de la abuela, ydurante todo el camino de ida y a lo largo de toda la tarde no pudo serenarse de la impresinsufrida por la vuelta imprevista del pasado.

    El Martinsheim es un edificio slido, alargado, del siglo XVII o XVIII. La abuela, AnnaGoldsteiner, que padeca de esa extrema falta de memoria que al cabo de poco tiempo haceimposible desempear los quehaceres cotidianos ms sencillos, haba estado alojada en un

  • dormitorio emplazado en la cuarta planta, a travs de cuyas ventanas enrejadas, muy hundidas en elmuro, se podan ver, mirando hacia abajo, las copas de los rboles resistiendo el terreno,bruscamente escarpado, del lado trasero de la residencia. Desde all arriba daba la sensacin deestar mirando un mar agitado. Me pareca que la tierra firme ya se hubiera hundido tras elhorizonte. Bram una sirena de niebla. Cada vez ms y ms lejos el barco segua avanzando sobre elagua. De la sala de mquinas se elevaba, penetrante, la vibracin uniforme de las turbinas. Fuera, enel pasillo, pasaba un que otro pasajero solitario, alguno del brazo de su cuidador. Durante estosprolongados paseos, tardaban una eternidad en llegar al otro lado del marco de la puerta. Y es queesto es lo que sucede cuando uno se respalda en el fluir del tiempo. El suelo de parquet se movadebajo de mis pies. Un rumor quedo de conversaciones, crujidos, susurros, rezos y quejidos llenabala habitacin. Olga estaba sentada junto a su abuela y le acariciaba la mano. Repartieron el pur desmola. La sirena de niebla volvi a sonar. Un trecho ms all, en el paisaje de aguas cual colinasverdecidas, pasaba otro vapor. Sobre el puente de barcas un marinero, con las piernas abiertas y lascintas de la gorra flameando al viento, haca en el aire complicadas seales semafricas con dosbanderas de colores. Olga abraz a su abuela en gesto de despedida y le prometi regresar pronto.Pero apenas tres semanas ms tarde, Anna Goldsteiner, que en sus ltimos tiempos para su propioasombro ni siquiera consegua reunir los nombres de los tres maridos a los que haba sobrevivido,muri de un leve resfriado. A veces no se necesita gran cosa. Cuando recibimos la noticia de sumuerte, durante semanas no se me fue de la cabeza el paquetito azul casi vaco de sal de Ischl queguardaba en su piso de Ottakring, debajo de la pila, en el edificio de viviendas municipales de laLorenz-Mandl-Gasse, que ella ya no iba a poder consumir.

    Con los pies cansados de nuestra caminata, Ernst y yo salimos de la Albrechtstrate a la plazamayor de la ciudad, situada en una superficie en declive. Estuvimos parados bastante tiempo bajo laluz cegadora del medioda, indecisos, al borde de la acera, antes de que, como dos extranjeros,intentramos atravesar la circulacin infernal de una ciudad pequea, aunque por poco no nosmetimos bajo las ruedas de un camin de grava. Una vez llegados al lado de la sombra, nossalvamos en una taberna. La oscuridad que nos envolvi al entrar result en un primer momento tanimpenetrable a los ojos acostumbrados a la claridad del medioda que nos tuvimos que sentar en laprimera mesa que vimos delante. Slo despacio y slo hasta cierto punto la vista regres despusde su ceguera momentnea, emergiendo del crepsculo los otros huspedes, en parteprofundamente inclinados sobre sus platos y en parte sentados de una forma extraa, erguidos oreclinados en sus asientos; no obstante me llam la atencin que todos, sin excepcin alguna, cadauno para s mismo, celebraban una reunin silenciosa interrumpida slo por el espectro de lacamarera, quien pareca portar de uno a otro lado misivas secretas y palabras susurradas entre losclientes aislados, y a su vez entre stos y el propietario corpulento. Ernst rehus comer nada, y enlugar de ello cogi un cigarrillo de los que le ofrec. Un par de veces volte en la mano con uncierto aprecio el pequeo paquete de inscripcin inglesa. Inhalaba el humo hondamente y con airesde conocedor. El cigarrillo, haba escrito en una de sus poesas,

    es un monopolio y debeser fumado. Paraque [sic]se consuma en llamas.

    Y tras haber dado el primer sorbo a su vaso de cerveza, deca, mientras lo volva a depositar,

    que hoy por la noche haba estado soando con boy scouts ingleses. Lo que, a continuacin de esto,le estuve contando de Inglaterra, del condado del este de Inglaterra en el que vivo, de los vastoscampos de maz que en otoo se transforman en un inmenso erial marrn, de las corrientes de agua

  • a las que el mar es impulsado por la marea, y de las inundaciones que all se suceden de continuo, deforma que, como antiguamente los egipcios, se puede ir en barca por los campos, Ernst loescuchaba con el paciente desinters de una persona a la que desde hace tiempo le es conocido aldetalle lo que le estn diciendo. Tambin le ped que escribiera cualquier cosa en mi cuaderno, loque hizo sin el menor titubeo, con la mano izquierda apoyada sobre la hoja abierta y empleando elbolgrafo del bolsillo de su chaqueta. Con la cabeza ladeada, la piel de la frente severamenteestirada hacia arriba y los prpados hundidos, escribi:

    InglaterraComo es sabido, Inglaterra es una isla aparte. Si se quiere ir a Inglaterra se necesita un da

    entero.30 de octubre de 1980. ERNST HERBECKDespus nos fuimos. La residencia de Agnesheim no quedaba muy lejos. Al despedirnos, Ernst

    levant levemente su sombrero e hizo, erguido sobre las puntas de los pies y ligeramente inclinadohacia adelante, un movimiento en crculo, para, en el momento de salida, volver a ponerse elsombrero, todo ello como un juego de nios y una difcil obra de arte en uno. Tanto este gestocomo la forma en la que me haba saludado aquella maana me recordaba a alguien que hubieraestado durante muchos aos en el circo.

    El viaje en ferrocarril de Viena a Venecia apenas dej huella en mi memoria. Quiz hayaestado mirando durante una hora cmo, girando, se sucedan las luces de los barrios perifricos delsuroeste de la metrpolis ms o menos habitados, hasta que, calmado por el veloz desplazamientoque despus de las interminables caminatas de Viena actuaba como un sedante, me hund en unprofundo sueo. Y mientras fuera haca un buen rato que todo se haba sumergido en la oscuridad,vi, en el sueo, la imagen de un paisaje que no he podido olvidar desde entonces. La parte inferiorde esta imagen estaba casi cubierta por la noche cercana. En un camino vecinal, una mujer empujabaun carrito de nio hacia un par de casas; debajo del frontispicio de una de ellas, una posadadeteriorada, pona con grandes letras el nombre de JOSEF JELINEK. Sobre los tejados se elevaban,oscuras, cimas cubiertas de bosque; la curva de nivel, quebrada en zigzag, como recortada delreflejo de la luz de la tarde. Pero en lo ms alto, incandesciendo, transparente, escupiendo fuego yesparciendo centellas, hacia la ltima claridad de un cielo por el que pasaban las ms extraasformaciones de nubes, de tonos rosa-grisceos y entre stas, los planetas de invierno y la guadaade la luna, se alzaba la cumbre del Schneeberg. En mi sueo no tena la menor duda de que el volcnera el Schneeberg, como tampoco dudaba de que las tierras adyacentes por encima de las que ibaascendiendo a travs de una llovizna fulgurante eran Argentina, tierras monstruosamente vastas ymuy verdes, con islas de bosques y un sinnmero de caballos. Me despert con la sensacin de queel tren, que en todo este tiempo haba estado serpenteando por entre los valles con una velocidaduniforme, sali precipitado de las montaas en aquel mismo instante, abalanzndose en direccin ala llanura. Baj la ventanilla de un golpe. Con un estampido me sacudieron de sbito jirones deniebla. Nos encontrbamos en un viaje trepidante. Masas de piedras de un negro azulado alcanzabanel tren en forma de cuas empinadas. Me asom hacia afuera buscando intilmente sus cumbres.Valles oscuros, estrechos y desgarrados en dos partes se abrieron ante m, arroyos de montaa ycascadas, pulverizando, blancos, espuma en la noche apenas cada, tan cerca, que el hlito de sufrescor haca estremecer mi rostro. El Friul, se me pas por la cabeza, y con ello, evidentemente,pens de inmediato en la destruccin que haba tenido lugar en el Friul haca tan slo unos pocosmeses. Poco a poco la aurora traa consigo terruos desplazados, fragmentos de roca,construcciones derrumbadas, escombreras y pedregales, y por aqu y por all, esparcidos, pequeospoblados de tiendas de campaa, espectrales durante el da. Casi no arda ninguna luz en toda la

  • regin. Las nubes bajas, procedentes de los valles alpinos que se extendan por la zona desierta, serelacionaban en mi imaginacin con un cuadro de Tipolo que con frecuencia me he quedadoobservando un buen rato. Muestra Este, ciudad a la que la peste haba castigado, castigado, con unaapariencia inclume en la llanura. El fondo lo conforma una cordillera con una cumbre humeante.La luz extendida por encima del cuadro est pintada, segn parece, por entre un velo de ceniza. Casise cree que era esta luz lo que ha expulsado a los hombres fuera de la ciudad, al campo abiertodonde, despus de una poca de vagar sin rumbo, quedaban finalmente abatidos, muertos, tiradospor el suelo a causa de la peste que ellos mismos llevaban en su interior y que pugnaba por salirhacia afuera. En la mitad delantera del cuadro yace una mujer muerta por la peste con su hijo anvivo en los brazos. Al lado izquierdo, de rodillas, Santa Tecla intercediendo por los habitantes de laciudad, con la cabeza inclinada hacia arriba, hacia el lugar donde transitan los ejrcitos celestiales yque cuando queremos mirar nos dan una idea de cuanto acontece por encima de nuestras cabezas.Santa Tecla, ruega por nosotros, para que seamos liberados de toda adiccin contagiosa y de unamuerte imprevista, y seamos misericordiosamente redimidos de todas las embestidas de lacorrupcin. Amn.

    Cuando despus de un afeitado apurado en la barbera de la estacin sal a la plaza de laFerrovia Santa Lucia, la humedad de la maana otoal an se hallaba suspendida, muy densa, porentre las casas y sobre el Gran Canal. Con un cargamento muy pesado, de forma que la borda ibarozando el agua, se iba sucediendo una embarcacin tras otra. Emergan de la niebla envueltas en unmurmullo, rearaban el caudal verde gelatinoso y volvan a desaparecer en los vapores blancos delaire. Enhiestos e inmviles, los timoneles se erguan en la popa. Con la mano en el timn, mirabanfijamente hacia adelante, cada uno de ellos alegora de la disposicin a la verdad, me dije y, dejandoatrs la Fondamenta me fui, conmovido todava un buen rato por el significado que haba asignado alos barqueros, pasando por la ancha plaza, despus sub el Rio Terra Lista di Spagna y cruc elCanale di Cannaregio. Quien se introduce en el interior de esta ciudad nunca sabe qu es lo que va aver a continuacin o por quin ser visto al momento siguiente. Nada ms salir alguien al escenarioya lo est abandonando de nuevo por la puerta de atrs. Estas breves apariciones son de unaobscenidad verdaderamente histrinica y tienen en s mismas, al mismo tiempo, algo deconspiracin en la que se es incluido sin haber sido preguntado y sin haberlo pretendido. Si se vadetrs de alguien por una callejuela, por lo dems vaca, no se requiere ms que de una mnimaaceleracin del paso para meterle el miedo en el cuerpo a aquel a quien se est siguiendo. Sealternan confusin y un temor glacial. Fue por eso por lo que, con una cierta sensacin deliberacin despus de haber estado caminando sin rumbo durante una hora bajo los altos edificiosdel gueto, divis de nuevo el Gran Canal cerca de San Marcuola. Sub a un vaporetto. Con laurgencia de un nativo de camino al trabajo. Entretanto, se haba despejado la niebla. No lejos de m,en uno de los bancos vueltos hacia atrs, estaba sentada, pronto se hubiera podido decir tumbada,una persona con un Loden verde rado a quien inmediatamente reconoc como Luis II de Baviera.Pese a que se haba vuelto algo ms mayor y ms enjuto y a que charlaba de una manera muyextraa con una dama enana en el ingls fuertemente nasalizado de las clases altas, todo lo demsconcordaba con su persona: la palidez enfermiza del rostro, los ojos de nio muy abiertos, elcabello ondulado, los dientes cariados. II re Lodovico, sin duda. Es probable, pens, que hayallegado en barco a la citt inquinata Venezia merda . Despus de que nos hubiramos bajado, le vicaminando por la Riva degli Schiavoni enfundado en su tremolante capa y volverse cada vez mspequeo, no slo por la lejana que se incrementaba, sino tambin debido a que se inclinaba cadavez ms hacia su compaera, verdaderamente diminuta, en su discurso interminable. No les segu,sino que me sent en uno de los bares a orillas del Riva, me tom mi caf de por la maana, estudie l Gazzettino, tom algunos apuntes para un tratado referente al rey Luis en Venecia y hoje el

  • Diario de viaje a Italia, de Grillparzer, del ao 1819. Me lo haba comprado estando todava enViena, porque cuando voy de viaje no es extrao que me sienta como Grillparzer. Al igual que l,no encuentro placer en nada, me quedo desmedidamente decepcionado de todos los monumentos, y,como acostumbro a decir, mejor hubiera hecho quedndome en casa con mis mapas y mis planos.Incluso al Palacio Ducal Grillparzer le tributa slo una consideracin muy limitada. Pese a todadelicadeza del arte en sus arcadas y almenas, Grillparzer escribe que el Palacio Ducal tiene uncuerpo informe y que le recuerda a un cocodrilo. No s cmo llega a esta comparacin. Sospechaque lo que se decreta en este lugar haba de ser misterioso, inquebrantable y severo, y denomina alpalacio un enigma ptreo. La naturaleza de este enigma es, al parecer, el terror, pues en tanto queest en Venecia, Grillparzer no se puede desprender de la sensacin de lo misterioso. El versado enleyes piensa constantemente en el palacio en el que las autoridades judiciales haban establecido suresidencia y en cuyas cavernas ms ntimas, trminos en los que l se expresa, se incuba el principioinvisible. Los difuntos, perseguidores y perseguidos, los asesinos y los asesinados, resurgen frenteal palacio con cabezas encubiertas. Escalofros atacan por sorpresa al pobre funcionariohipersensible. Uno de estos perseguidos, que tuvo su cruz con la jurisdiccin veneciana, fueGiacomo Casanova. El escrito publicado por primera vez en Praga, en el ao 1788: Histoire de mafuite des prisons de la Rpublique de Venise qu'on appelle Les Plombs crite a Dux en Bohme l'anne1787 proporciona una ojeada certera sobre la riqueza inventiva de la justicia penal de aquel tiempo.Casanova describe, a modo de ejemplo, un aparato de estrangulacin. Se pone a la vctima deespaldas a la pared en la que hay sujeto un estribo con forma de herradura, donde se empuja lacabeza de tal manera que el estribo rodee la mitad del cuello. Alrededor de este se pone una cintade seda y se lleva a un torno que un siervo gira lentamente y mantiene sujeta hasta que se hayanextinguido los ltimos espasmos del condenado. Tal aparato se encuentra en la crcel situada bajolos techos de plomo del Palacio Ducal. Cuando a Casanova le conducen a esta crcel tiene treintaaos. La maana del 26 de julio de 1755, el Gran Maestre entra en su habitacin. Es conminado alevantarse sin demora, entregar todos los escritos que tenga, propios y ajenos, vestirse y seguirle.La palabra tribunal, escribe, me paraliz por completo y slo me dej la libertad corporal necesariapara la obediencia. An tiene tiempo de hacerse la toilette de una forma mecnica, y se pone sumejor camisa y la chaqueta nueva que le acababan de terminar como si fuese a una boda. Pocodespus se encuentra en la buhardilla del palacio, de seis brazas de largo por dos de ancho. Lamisma crcel a la que es conducido mide cuatro por cuatro metros. Tiene los techos tan bajos queno puede estar de pie y no contiene ni un solo mueble. En el interior de la pared, cumpliendo lasfunciones de mesa y cama al mismo tiempo, hay una tabla de madera de un pie de ancho en la quedeja su precioso abrigo de seda, su chaqueta nueva tan mal estrenada y su sombrero, adornado conun encaje espaol y una pluma blanca de garza. Reina un calor espantoso. A travs de la jaula derejas, Casanova ve ratas tan grandes como conejos correteando por el tejado. Se acerca al pretil dela ventana por la que puede mirar hacia un trocito de cielo. En esta postura permanece inmvil ochohoras enteras. Nunca, dice, nunca en mi vida he tenido un gusto ms amargo en la boca. Lamelancola no quiere abandonarle. Se acercan los das de la cancula. A lo largo de su cuerpo elsudor corre a chorros. Durante dos semanas padece de estreimiento. Cuando llegan las hecespetrificadas cree morir de dolor. Casanova reflexiona sobre los lmites de la razn humana.Constata que es poco frecuente que una persona se vuelva loca, si bien la mayor parte del tiempo nofalta mucho para que esto llegue a suceder. Slo se precisa de un trastrueque insignificante paraque nada vuelva a ser lo que era. En sus reflexiones, Casanova compara un entendimiento claro conun cristal que no se rompe hasta que no lo haya roto alguien. Pero con qu facilidad es destruido.Simplemente con un movimiento equivocado. Por ello toma la decisin de reponerse y de aprendera discernir su situacin en la medida de lo posible. Pronto est claro lo siguiente: los reclusos de

  • esta prisin son gente honorable que, sin embargo, por motivos que slo son conocidos de SusExcelencias y que no se descubren a quienes han sido detenidos, deben ser apartados de la sociedad.Cuando el tribunal procede judicialmente contra un malhechor, ya est convencido de que lo es. Alfin y al cabo, las reglas segn las que procede el tribunal son conservadas por senadores escogidosde entre los ms capaces y virtuosos. Casanova comprende que tendr que avenirse con que elsistema judicial de la Repblica y no su propio sentido del derecho es ahora el baremo correcto.Las fantasas de venganza que abrigaba al principio de su arresto -revoluciona al pueblo y,marchando a la cabeza de todos ellos, degella al gobierno y la aristocracia- quedan prohibidas depor s. Pronto est dispuesto a perdonar la injusticia que se haba cometido para con l, siempre ycuando le pongan en libertad. Tambin averigua que se puede llegar a un cierto acuerdo con elpoder. Por cuenta propia puede hacer que le lleven a la celda artculos de primera necesidad,algunos libros y alimentos. A primeros de noviembre tiene lugar el gran terremoto de Lisboa, elcual origina olas de pleamar tan intensas que suben hasta Holanda. Casanova ve cmo delante de laventana de su presidio una de las vigas de cubierta ms pesadas realiza un giro sobre s misma yvuelve despus a su antigua posicin. A partir de este momento abandona toda esperanza deliberacin de su arresto, del que no puede saber si no le ha sido asignado de por vida. Todos suspensamientos se dirigen ahora a los preparativos de la evasin de la crcel, que, contratiempo serioinclusive, le llevaran todo un ao. Como ahora tiene permiso cada da para pasear un rato por labuhardilla, donde anda dispersa toda suerte de trastos viejos, consigue hacerse con algunos tilespara su propsito. As tropieza con una pila de cuadernos viejos con dibujos de procesos penalesdel ltimo siglo. Contienen acusaciones contra confesores, que han hecho empleo indebido delordenamiento penitencial, que describen las usanzas de maestros de escuela condenados porpederasta y rebosan de las trasgresiones ms singulares, pormenorizadas con todo lujo de detalle,por as decirlo, para solaz de la jurisprudencia. Especialmente habituales, como Casanova puedejuzgar sobre la base de las viejas pginas, son las cuestiones concernientes a la seduccin dejvenes vrgenes en los orfanatos de la ciudad de los que tambin formaba parte aquel cuyasinquilinas elevaban diariamente sus voces hacia el fresco que representa las tres virtudes cardinalesen el interior de la iglesia de la Visitacin de Nuestra Seora, no lejos de los Plomos, junto a laRiva degli Schiavoni, al que Tipolo haba estado dando los ltimos retoques justo despus delencarcelamiento de Casanova. Sin duda alguna la jurisprudencia de entonces, al igual que lavenidera, se ocupaba en su mayor parte de la regularizacin del impulso amoroso, y en el caso deno pocos de los arrestados que se consuman en su lento transcurso hacia al ocaso, deba de tratarsede aquellos insaciables cuyo deseo les conduca una vez tras otra a un mismo punto.

    En el otoo del segundo ao de su presidio, los preparativos de Casanova haban avanzadotanto que ya se poda empezar a pensar en la evasin. La poca es propicia, ya que durante estassemanas los inquisidores se han marchado a tierra firme y Lorenzo, el vigilante, se emborracha entoda regla durante la ausencia de sus superiores. Para la asignacin del da exacto y de la horaexacta, Casanova pregunta al Orlando furioso de Maese Ludovico Ariosto un sistema comparablecon los sortes virgilianae. Primero anota la pregunta que le interesa, a partir de los nmeros queresultan de sus palabras forma una pirmide invertida, y, en una operacin triple, mediante lasustraccin del nmero 9 por cada par de cifras, llega a la primera lnea de la estrofa sptima delnoveno canto del Orlando furioso que dice: Tra il fin d'ottobre e il capo di novembre. El dato, precisohasta en la hora concreta, supone para Casanova la seal decisiva, pues tras la monstruosidad de talcoincidencia cree que existe una ley que no es accesible ni al ms claro pensamiento y al que, por lotanto, se supedita. Este intento de Casanova de sondear lo desconocido con un juego aparentementearbitrario de palabras y de nmeros me ha inducido a volver a mirar las pginas pasadas de mipropio calendario, y cul no sera mi sorpresa, incluso temor, al constatar que el da del ao

  • ochenta, en el que, leyendo los apuntes de Grillparzer, estuve sentado en el bar junto a la Riva degliSchiavoni entre el Danieli y la Santa Maria della Visitazione y por consiguiente no lejos del PalacioDucal, fue el ltimo del mes de octubre, en consecuencia el aniversario de aquel da, o, mejor dicho,de aquella noche en la que Casanova, con su mxima E quindi uscimmo a rimirar le stelle en loslabios, se abri camino por entre la coraza del cocodrilo de plomo. Por mi parte, aquella noche del31 de octubre, en el bar de la Riva, al que haba vuelto despus de cenar, entabl conversacin conun veneciano llamado Malachio que haba estudiado astrofsica en Cambridge, de quien pronto sehizo evidente que todo, no slo las estrellas, lo vea desde la mayor distancia posible. Hacia eso dela media noche remontbamos en su barca, que estaba fuera, en el muelle, la cola del dragn delGran Canal pasando por la Ferrovia y Tronchetto hasta salir al mar abierto, desde donde se puedeapreciar el frente de luces de las refineras de Mestre que se extiende a lo largo de varias millas enla orilla opuesta. Malachio apag el motor. La barca se alzaba y se hunda al ritmo de las olas, y mepareci que haba pasado mucho tiempo. Ante nosotros, extinguindose, se hallaba el esplendor denuestro mundo, de cuya contemplacin, como en una ciudad celestial, no podemos saciarnos. Odecir a Malachio que el milagro de la vida originada a partir del carbono se desvanece en lasllamas. El motor se volvi a poner en marcha, la barca sac la proa del agua, y esgrimiendo unamplio arco nos adentramos en el Canale della Giudecca. Sin pronunciar palabra, mi gua seal elInceneritore Comunale que estaba en la otra orilla, en la isla sin nombre que se extenda endireccin oeste de la Giudecca. Una caja de hormign que emanaba un silencio sepulcral bajo unpenacho blanco de humo. A mi pregunta de si aqu tambin se segua haciendo fuego en mitad de lanoche, respondi Malachio: S, di continuo. Brucia continuamente. Se incinera de continuo. ElMolino de Harina Stucky se abri paso en la imagen, una instalacin del siglo pasado construida conmillones de ladrillos que con sus ventanas ciegas contempla absorta la Stazione Marittima desde laGiudecca. Este edificio es tan monstruosamente grande, que con toda certeza se podran meterdentro unos cuantos Palacios Ducales, y uno se pregunta si es cierto que aqu era nicamente granolo que se mola. Justo cuando estbamos pasando por delante de la fachada que sobresala en laoscuridad, la luna sali de detrs de las nubes, y en su reflejo resplandeci por un momento elmosaico dorado colocado bajo el frontispicio izquierdo que representa una segadora con un haz deespigas, figura en extremo ajena a este paisaje de piedra y agua. Malachio dijo que ltimamentehaba reflexionado mucho sobre la resurreccin, y que se preguntaba por el significado delversculo segn el cual los ngeles conducirn algn da nuestra osamenta y nuestros cuerpos antela presencia de Ezequiel. Todava no haba encontrado ninguna respuesta, pero lo cierto es que lebastaba con las preguntas. El molino de harina se perda en la oscuridad, y ante nosotros emergi latorre de San Giorgio y la cpula de Santa Maria della Salute. Malachio gobern la barca de vuelta ami hotel. No haba nada que decir. La barca tom puerto. Nos dimos la mano. Yo ya me hallaba en laorilla. Las olas palmoteaban en las piedras cubiertas de musgo velloso. El bote vir en el agua.Malachio hizo otra sea con la mano y grit: Ci vediamo a Gerusalemme. Y ya desde una distanciamayor volvi a repetir ms alto: El ao que viene en Jerusaln! Cruc la plaza que haba delantedel hotel. No se mova nada ms. Todo el mundo se haba acostado ya. Incluso el portero de nochehaba abandonado su puesto y descansaba, como amortajado, en una especie de cmara situadadetrs de un mostrador, sobre un lecho angosto, de patas extraamente elevadas. En la televisintremolaba, silenciosa, la carta de ajuste. nicamente las mquinas han comprendido que no se debedormir ms, pens cuando sub a mi habitacin donde tambin a m me venci pronto el cansancio.

    En esta ciudad hay un despertar distinto a lo que se suele estar acostumbrado. Porque el dairrumpe en un silencio slo penetrado por gritos aislados, el sonido de una persiana de chapa que selevanta, y el aleteo de las palomas. Cuntas veces, pensaba, habr estado acostado de esta mismamanera en una habitacin de hotel, en Viena, en Francfort o en Bruselas, escuchando, con las manos

  • entrecruzadas detrs de la cabeza, no el silencio como aqu, sino, con un terror vigilante, el oleajedel trfico que ya lleva horas pasando por encima de mi cabeza. As que esto, vuelvo a pensar, comosiempre, es el nuevo ocano. Sin cesar, las olas se aproximan a grandes empellones por encima detoda la extensin de las ciudades, cada vez ms ruidosas, enderezndose cada vez ms, se vuelcan enuna especie de frenes a la altura del nivel del ruido y cual oleaje se derraman sobre el asfalto ysobre las piedras, mientras desde las presas que se forman junto a los semforos ya comienzan abrotar, bramando, olas nuevas. Al cabo de los aos he llegado a la conclusin de que es de esteestrpito de donde ahora surge la vida que viene despus de nosotros y que nos destruirpaulatinamente, del mismo modo que nosotros destruimos aquello que ya llevaba ah mucho tiempocon anterioridad a nuestra existencia. Por ello me pareci completamente irreal, como si hubierade ser desgarrado al instante, el silencio sobre la ciudad de Venecia de aquella temprana maanadel da de Todos los Santos, en la que el aire blanco penetraba por la ventana entreabierta de mihabitacin cubrindolo todo con su velo, de forma que yo yaca como en el centro de un mar deniebla. Tambin W., el pueblo en el que pas los primeros nueve aos de mi vida, siempre habaestado envuelto en una niebla muy espesa el da de Todos los Santos y el de las nimas. Y todos loshabitantes, sin excepcin, se ponan sus ropas negras e iban a las tumbas que das antes habanarreglado, retirando las plantas que se haban plantado en verano, arrancando las malas hierbas,rastrillando los caminos y mezclando holln con tierra. Durante mi niez no hubo nada que mepareciera tener ms sentido que aquellos dos das de recuerdo a los sufrimientos de los santosmrtires y de las pobres almas, en los que las oscuras figuras de los habitantes del pueblodeambulaban extraamente inclinadas en la niebla, como si sus propias casas les hubieran sidodenegadas. Pero lo que ao tras ao me causaba una impresin especial era comer los panecillosde nimas que Mayrbeck haca nicamente para este aniversario, uno slo por cada hombre, porcada mujer y por cada nio, ni uno ms y ni uno menos. Estos panecillos de nimas estabancocidos de masa de pan blanco y eran tan pequeos que se podan ocultar fcilmente en una manocerrada. Cada cuatro formaban una fila. Se les espolvoreaba con harina y recuerdo que una vez elpolvo de harina que se me haba quedado pegado a los dedos despus de haberme comido uno deaquellos panecillos de nimas me haba parecido ser una revelacin, y que durante la noche delda siguiente estuve excavando con una cuchara de palo en la caja de harina, que estaba en eldormitorio de mis abuelos, en lo que me figur sondear secretos ocultos.

    Ocupado con apuntes espordicos, pero sobre todo con mis reflexiones que discurran encrculos en parte cada vez ms amplios y en parte cada vez ms estrechos y a veces tambin cercadopor un completo vaco, en aquel primero de noviembre de 1980 no sal de mi habitacin ni un soloinstante; en aquel momento pensaba que uno efectivamente se poda suicidar as, sin ms, cavilandoy meditando, pues si bien haba cerrado las ventanas y el cuarto estaba un tanto caldeado, mismiembros, a causa de la inmovilidad, se tornaban ms fros y ms rgidos, de modo que cuando porfin el camarero de la casa que haba llamado entr con el vino tinto y el pan con mantequilla, mefigur que era ya un muerto enterrado o por lo menos de cuerpo presente, el cual, aunque sinpronunciar palabra, por supuesto, an se siente agradecido por la libacin que se le ha llevado peroque ya no es capaz de tomarse. Me imagin cmo por la Laguna Verde me llevaran a la isla delcementerio, a Murano o todava ms lejos, hasta San Erasmo o hasta la Isola San Francesco delDeserto, en los pantanos de Santa Catalina. En tanto, ca en un sueo ligero, vi elevarse la niebla, laLaguna Verde extenderse a la luz de mayo e islas verdes que como coles emergan de la tranquilalontananza del agua. Vea La Grazia, la isla del hospital, con una construccin redonda y panormicadesde cuyas ventanas, como en un barco grande que zarpa, miraban hacia abajo miles de locoshaciendo seas con las manos. San Francisco flotaba en un caaveral cimbreante con la cara vueltahacia abajo, en el agua, y sobre los pantanos caminaba santa Catalina con un pequeo modelo de

  • rueda en la mano con la que le haban partido el cuerpo en dos. La rueda estaba amarrada a un palitoy se giraba, susurrando, al viento. La aurora elevaba colores violeta sobre la laguna, y cuando medespert yaca tendido en la oscuridad. Me pregunt qu es lo que Malachio haba querido decir conlas palabras Ci vediamo a Gerusalemme, intent, en vano, recordar su rostro o sus ojos,considerando si no debera ir a buscarle de nuevo al bar junto a la Riva, pero cuanto ms loconsideraba menos me poda mover de mi sitio. Pas la segunda noche en Venecia, y pasaron el dade las nimas y una tercera noche, de la que no volv en m hasta la maana del lunes en un singularestado de ingravidez. Un bao caliente, el pan con mantequilla y el vino tinto del da de antes, y elperidico que ped que me subieran a la habitacin, me restablecieron tanto que pude coger mibolsa y ponerme de nuevo en camino.

    El buf de la Ferrovia estaba cercado por el oleaje de un alboroto verdaderamente infernal.Como una especie de isla fija, descollaba de la masa de personas que se balanceaban de un modosemejante a un campo de espigas al viento, parte del cual se meca hacia las entradas, otra queestaba dentro hacia afuera, otra alrededor del buf y una ltima en direccin a las cajeras, sentadasen un puesto elevado un poco ms a lo lejos. Lo primero que haba que hacer cuando, como yo, secareca de ticket, era chillar con todas las fuerzas lo que se deseaba a una de las mujeresentronizadas que, vestidas slo con una especie de mandil, el pelo rizado y la mirada medio hundidaen el suelo, flotaban en una impasibilidad absoluta sobre las cabezas de los suplicantes, y, a lo queme pareci obedeca al capricho, seleccionaban un deseo cualquiera de los proferidos por las vocesque se entreveraban y superponan, volviendo a repetirlo, en alto y con una seguridad queaniquilaba cualquier gnero de dudas, por encima de todo el estrpito antes de pregonar a voz engrito a la estancia el precio de lo solicitado, exactamente como si se tratara de una sentenciairrefutable, e inclinndose un poco, condescendientes y despreciativas al mismo tiempo, hacanentrega del papelito y del cambio. Una vez en posesin del ticket, que entretanto ya haba adquiridovisos de ser de una vital importancia, haba que luchar por abrirse paso entre la multitud y hacia elcentro de la cafetera, donde, tras un buf circular, se encontraban los empleados masculinos de esteingente negocio gastronmico, con verdadero arrojo justo frente a la masa que se agolpaba a sualrededor, despachando su trabajo con una serenidad que, ante el trasfondo de un pnicogeneralizado, produca el efecto de que transcurra un plazo de tiempo distendido. En sus chaquetasblancas de lino recin almidonadas, este servicio de camareros, que apenas mostraba actividadalguna, se asemejaba, de una forma no muy distinta a sus parientes, hermanas, madres e hijas dedetrs de las cajas registradoras, a una singular asamblea de seres superiores que aqu, segn unsistema oculto, celebraban un da de audiencia sobre una estirpe corrompida por una avidezendmica, impresin que tambin vena a reforzar el hecho de que a aquellos hombres vestidos deblanco y rebosantes de dignidad, obviamente encumbrados sobre una plataforma elevada en elinterior del crculo, el buf no les llegaba ms que a la cadera, aproximadamente; a los profanos, encambio, por debajo de los hombros, cuando no a la barbilla. El servicio, por lo dems tan refrenado,depositaba vasos, platitos y ceniceros sobre la superficie marmrea del buf con una vehemenciatal que se poda creer que se esforzaban por dejarlo todo a punto de hacerse aicos. El capuccinome fue servido, y durante un momento me sent como si con esta distincin hubiese obtenido lavictoria hasta entonces ms significativa de mi vida. Con un suspiro de alivio mir a la gente queestaba en torno a m e inmediatamente reconoc mi error, pues me produjeron el efecto de ser unamplio crculo de cabezas cortadas. Si uno de los camareros de chaqueta rgida las hubiera limpiadode la superficie lisa de mrmol retirndolas a un movimiento de brazo impetuoso, y todas ellas,estas cabezas cortadas, sin descontar la ma propia, hubieran cado a una fosa de desolladores, nome hubiera sorprendido; ms an, con una luz todava crepuscular me hubiera parecido inclusojustificado si hubiese sido evidente que estas cabezas iban a detentar nica y exclusivamente la

  • finalidad ltima de vaciar algo o introducir algo en su interior. Asaltado por este tipo deobservaciones, en ningn modo positivas, y, como haba de reconocer, por tales ideas abstrusas, derepente, como si me hallara en el mismo crculo de estos espectros que ingeran su colacinmatinal dedicados por completo a su persona, haba entrado, de improviso, en el campo visual dealguien, y de hecho me encontr con dos pares de ojos dirigidos hacia m. Aquellos a quienespertenecan estaban apoyados en la barra que tena enfrente. Uno sostena la barbilla apoyada en lapalma de la mano derecha, el otro en la izquierda. Como una sombra de nube sobre un campo, sobrem se cerna la sospecha de que, desde mi llegada a Venecia, haba coincidido varias veces con losdos jvenes que me estaban mirando, no slo eran figuraciones mas, y de que tambin habanestado entre los clientes del bar a orillas del Riva, donde haba conocido a Malachio. La manecilladel reloj avanzaba hacia las diez y media. Apur mi capuccino mirando hacia atrs por encima delhombro, me dirig al andn y me sub al tren de Miln para ir a Verona, como tena previsto.

    En Verona cog una habitacin en la Paloma de Oro y, siguiendo una vieja costumbre, fuiinmediatamente al Giardino Giusti.

  • GIARDINO GIUSTI VERONA BIGLIETTOD'INGRESSO N 52314

    All, durante las primeras horas de la tarde, estuve tumbado en un banco de piedra que habadebajo de un cedro. Escuchaba la brisa que entraba y sala del ramaje, como en una caricia, y elruido sutil que haca el jardinero al rastrillar los caminos de gravilla por entre los arbustos bajos,cuyo suave aroma segua impregnando el aire incluso ahora, en otoo. Haca mucho tiempo que nome senta tan bien. No obstante acab por incorporarme. Al salir del jardn me qued un ratoobservando una pareja de blancas palomas turcas que varias veces seguidas, palmoteando algunaspocas aletadas, se elev perpendicular por encima de las copas de los rboles, permaneci inmvildurante una pequea eternidad en las alturas azulinas del cielo y despus, volcndose hacia adelantecon un sonido gutural que apenas poda abrirse camino hacia afuera de la garganta, descendaplaneando, sin que sus cuerpos se movieran, en amplios arcos alrededor de los hermosos cipresesalguno de los cuales quiz lleve en su sitio unos doscientos aos. Su verde perpetuo me recordaba alos tejos que se alzan en los patios de las iglesias del condado ingls en el que vivo. Ms despacioan que los cipreses crecen los tejos. No es extrao que en una pulgada de madera de cedro hayams de cien anillos, y se dice que hay rboles que sobreviven ms de un milenio y que al parecer sehan olvidado por completo de morir. Sal al antepatio, me lav la cara y las manos, como ya habahecho al entrar, en la fuente colocada en el muro del jardn recubierto de hiedra, ech una ltimamirada al jardn cuando me

    diriga a la salida, devolv el saludo a la postura que desde su oscuro cubculo me hizo un gesto

    con la cabeza. Bajando por el Ponte Nuovo, la Via Nizza y la Via Stelle llegu a la Piazza Bra. Alpisar el teatro me pareci de pronto como si estuviera implicado en una historia turbia. El teatroestaba desierto a excepcin de un grupo de excursionistas tardos, a los que un ciceroneseguramente cercano a los ochenta aos, si no de ms edad, describa el carcter nico de laconstruccin con una voz ya dbil y quebradiza. Desde las gradas superiores a las que me habaencaramado, observaba, abajo, el grupo que ahora pareca ser extraordinariamente pequeo. Elanciano, que medira poco ms de cuatro pies, vesta una americana que le quedaba demasiadogrande y que, al ser jorobado y caminar con una inclinacin muy marcada hacia adelante, rozaba elsuelo con el borde. Con una extraa claridad, tal vez con una claridad mayor que aquellos que lerodeaban, escuchaba cmo deca que en el teatro se poda advertir, grazie a un'acustica perfetta,I'assolo pi impalpabile di un violino, la mezza voce pi etrea di un soprano, il gemito pi intimo diuna Mimi morente sulla scena. Los excursionistas se mostraban poco impresionados por elentusiasmo arquitectnico y operstico del gua contrahecho, que, mientras se diriga a la salida,segua aadiendo esta o aquella observacin a sus explicaciones, para lo que se detena de continuo,se daba la vuelta, y elevaba el dedo ndice de la mano derecha hacia el grupo que, asimismo, se

  • haba quedado parado, como un maestro de escuela diminuto al frente de una recua de nios que lesacaban una cabeza. La luz, muy horizontal, caa al interior por encima del borde del teatro, ydespus de que el viejo y su auditorio lo hubieran abandonado, an me qued un buen rato sentado,completamente solo, rodeado del relumbrar rojizo del mrmol, o al menos as me lo figur, pueshasta que no hubo transcurrido bastante tiempo no percib las dos figuras sentadas en las profundassombras de la otra mitad del teatro, en las piedras. No caba duda, eran de nuevo los mismosjvenes que por la maana, temprano, haban fijado su vista en m en la Ferrovia de Venecia. Comodos vigilantes permanecan inmviles en sus puestos hasta que la luz se hubo extinguido porcompleto. Despus se levantaron y me pareci que se inclinaban el uno hacia el otro antes de bajarde las gradas y desaparecer en la oscuridad de la salida. En un primer momento no fui capaz demoverme de mi sitio, tan grave era el significado que tenan para m estos encuentros, con todaprobabilidad absolutamente casuales. Ya me vea toda la noche sentado en el teatro, paralizado demiedo y de fro. Finalmente, tuve que reunir todo mi pensamiento racional para levantarme yp