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Los Cuadernos de Música MUSICA, EXPRESION Y SENTIMIENTO DE LA FORMA En el centenario de Alban Ber g Guillermo García-Alcalde Alban Berg. ••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: :n;nnn nnnnnnnn::nn Pnnn: P;;n;;nnnn;:n 18 e incuenta años después de la muerte de Alban Berg se cumple paralelamente el centenario de su nacimiento. En este Año Europeo de la Música, la irradia- c10n de los tricentenarios de Bach, Haendel y Scarlatti empalidece no tanto el reviva/ de la obra bergiana, cada día más viva, sino ciertas significa- ciones de vigencia máxima tras medio siglo del cierre de su catálogo. El nómeno de la ere- sión, que orienta de nuevo la producción de las vanguardias sin peuicio del avance de la rma- lística estructural, enlaza ideológicamente con el modelo Berg. La creación musical española no es ajena al movimiento, y como rerencia vale per- ctamente, entre otras posibles, la de Francisco Guerrero (33 años), compositor madrileño que despierta un amplio interés en los círculos inter- nacionales de la música viva. Un crítico influyente, Harry Halbreich, escribió hace poco que el Anemos B de Guerrero «se dis- tingue por su pujante concisión, la idea estructural y rmal sumamente estricta (Guerrero trabaja a menudo con el ordenador en sus obras recientes), su radicalismo sin desviaciones en cuanto a la realización sonora (... ) Sin embargo, esta música, muy lejos de la abstracción especulativa, tiene un impacto rtísimo en el oyente y la expresión si- gue siendo su móvil capital». La expresión como móvil, asociada a la idea estructural... Guerrero trabaja actualmente en el Centro de Cálculo de la Universidad Politécnica de Las Palmas. A principios de 1985 describía así su proyecto: «La tímbrica orquestal puede consi- derarse agotada. La historia musical registra el invento de nuevos instrumentos a medida que los antiguos van quedando desbordados por necesi- dades de lenguaje y estructura. Ahora pensamos en el salto radical hacia una concepción de la orquesta más allá de sus estructuras rmales (... ) Tomando el mismo instrumentario de la orquesta tradicional, su tratamiento mediante el ordenador puede no sólo cambiar la tímbrica entera de la orquesta sino ampliarla de tal modo que consti- tuya un mundo sonoro completamente nuevo y distinto. Para esas estructuras computerizadas es preciso, naturalmente, inventar estructuras nue- vas. Si se logra estaremos ante una revolución pronda en todo el mundo de la música». Se actúa, pues, sobre los instrumentos tradicio- nales. El proceso nada tiene que ver con la gran etapa electrónica, ni con la manipulación electro- acústica, ni con el mundo de los sintetizadores. Por el contrario, «es trabajar individualmente cada instrumento en timbre, armónicos y característi- cas sicas y expresivas para alcanzar sonidos di- rentes mediante el cálculo con ordenador, la manipulación de ondas diversas, etc. Si dispone- mos, por ejemplo, de veinte violines, su sonido en el conjunto orquestal no será unirme sino espe- cífico. Las posibilidades que esto abre son incal- culables, sobre todo por preservar intacta la parti- cipación humana. El acaso de la música electró-

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Los Cuadernos de Música

MUSICA, EXPRESION Y SENTIMIENTO DE LA FORMA

En el centenario de Alban Berg

Guillermo García-Alcalde

Alban Berg.

••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••••• ::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::::: :n; n n n nnnnnnnn: :nn Pn n n: P;; n ;; n n n n; :n

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e incuenta años después de la muerte de Alban Berg se cumple paralelamente el centenario de su nacimiento. En este Año Europeo de la Música, la irradia­

c10n de los tricentenarios de Bach, Haendel y Scarlatti empalidece no tanto el reviva/ de la obra bergiana, cada día más viva, sino ciertas significa­ciones de vigencia máxima tras medio siglo del cierre de su catálogo. El fenómeno de la expre­sión, que orienta de nuevo la producción de las vanguardias sin perjuicio del avance de la forma­lística estructural, enlaza ideológicamente con el modelo Berg. La creación musical española no es ajena al movimiento, y como referencia vale per­fectamente, entre otras posibles, la de Francisco Guerrero (33 años), compositor madrileño que despierta un amplio interés en los círculos inter­nacionales de la música viva.

Un crítico influyente, Harry Halbreich, escribió hace poco que el Anemos B de Guerrero «se dis­tingue por su pujante concisión, la idea estructural y formal sumamente estricta (Guerrero trabaja a menudo con el ordenador en sus obras recientes), su radicalismo sin desviaciones en cuanto a la realización sonora ( ... ) Sin embargo, esta música, muy lejos de la abstracción especulativa, tiene un impacto fortísimo en el oyente y la expresión si­gue siendo su móvil capital».

La expresión como móvil, asociada a la idea estructural... Guerrero trabaja actualmente en el Centro de Cálculo de la Universidad Politécnica de Las Palmas. A principios de 1985 describía así su proyecto: «La tímbrica orquestal puede consi­derarse agotada. La historia musical registra el invento de nuevos instrumentos a medida que los antiguos van quedando desbordados por necesi­dades de lenguaje y estructura. Ahora pensamos en el salto radical hacia una concepción de la orquesta más allá de sus estructuras formales ( ... ) Tomando el mismo instrumentario de la orquesta tradicional, su tratamiento mediante el ordenador puede no sólo cambiar la tímbrica entera de la orquesta sino ampliarla de tal modo que consti­tuya un mundo sonoro completamente nuevo y distinto. Para esas estructuras computerizadas es preciso, naturalmente, inventar estructuras nue­vas. Si se logra estaremos ante una revolución profunda en todo el mundo de la música».

Se actúa, pues, sobre los instrumentos tradicio­nales. El proceso nada tiene que ver con la gran etapa electrónica, ni con la manipulación electro­acústica, ni con el mundo de los sintetizadores. Por el contrario, «es trabajar individualmente cada instrumento en timbre, armónicos y característi­cas físicas y expresivas para alcanzar sonidos di­ferentes mediante el cálculo con ordenador, la manipulación de ondas diversas, etc. Si dispone­mos, por ejemplo, de veinte violines, su sonido en el conjunto orquestal no será uniforme sino espe­cífico. Las posibilidades que esto abre son incal­culables, sobre todo por preservar intacta la parti­cipación humana. El fracaso de la música electró-

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Berg y Anton Webern.

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nica sobrevino por su progresiva deshumaniza­ción. No estamos preparados psicológicamente para resignar en la máquina la expresión del espí­ritu individual. Por ello podemos hablar de que este proyecto religa el proceso de la tímbrica or­questal, tomándola donde quedó estancada por agotamiento y haciéndola progresar por los me­dios propios de nuestro tiempo. No es, en conse­cuencia, un salto en el vacío, sino la aplicación de una tecnología como medio de progreso estructu­ral».

En conceptos como participación humana, fra­caso por deshumanización, expresión del espíritu individual, etc., queda sugerido el enlace con lo que significa Alban Berg, y el punto de arranque de estos comentarios.

* * *

Agotado el período de las estructuras, experi­mentó la, creación musical el sentimiento de una necesidad ... expresiva. Las tendencias y los indi­viduos genéricamente etiquetados de neorromán­ticos acusan en su ebullición inmediata excesos de todo signo, y no es el reaccionario el menos elo­cuente. Sin criterios normativos -of course!- o ajenos a una sistematización más o menos espon­tánea, forman una de las manifestaciones ele la heterodoxia, o de la vanguardia si se prefiere, frente a la dictadura estructural. Esa heterodoxia asume hoy señas expresivas.

Comparece así, con la expresión, el ciclo de retorno de uno de los problemas históricos de la

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música; dicho de otro modo, su tenacidad en la recuperación de ciertas permanencias, solapadas a veces en la luz tornadiza de las categorías socioló­gicas y en la evolución de las fórmulas estéticas.

Esta ebullición arranca de la mitad de los seten­tas. Los gestos de los músicos consolidados pue­den no ser los más representativos, pero se citan con exclusividad para evitar cuestiones in statu nascente. Si hace falta una delimitación previa del concepto expresión en este momento de la mú­sica, parece válida la de Adorno en su Teoría estética de 1970. Considerando de interés para una dialéctica adulta la discusión del tabú que pesa sobre el sujeto y la expresión, cree que el mismo tabú entra en fase crítica al dirigirse contra esa cálida tibieza cuya expresión «comienza hoy a extenderse». El conformismo recibe con entu­siasmo los contactos propiciados por los movi­mientos expresivos, actitud que trató de absorber el Wozzeck de Alban Berg y le ganó gratuita fama de conservador frente a la escuela de Schonberg, a pesar de que ésta «no niega ni un solo acorde de esa música».

En un libro anterior sobre el propio Berg (1968) opina Adorno que el hecho de que la expresión de las obras de arte se halle sometida a la mediación de su espiritualización, «como sucedió en los ex­ponentes más significativos del primer expresio­nismo», implica una crítica de ese romo dualismo entre forma y expresión.

La paradoja del contenido aparece en el comen­tario que escribe Schonberg sobre una composi­ción de naturaleza expresiva como es Bagatelas para cuarteto de cuerda de Anton Webern. El maestro las elogia porque a su juicio rehusan la tibieza animal. «El arte convincente -volviendo a Adorno- se polariza en una expresividad que re­nuncia a toda reconciliación, que es dura y re­chaza los consuelos; una expresividad que se hace construcción autónoma. Pero también se polariza en la inexpresividad de la construcción, que ex­presa la creciente impotencia de la expresión». Y es en la salida de la dicotomía, o en la síntesis dialéctica donde emplaza Boulez el sentido de su fascinación ante la personalidad de Berg: amal­gama de unafuerza de expresión inmediata con un excepcional poder de estructuración.

Queda así propuesto un marco para la presente reflexión sobre Alban Berg, en el que habrá de situarse cualquier especulación intertextual sobre la expresión como prioridad de la música viva. Retornan los problemas, no las categorías ni las soluciones alcanzadas con anterioridad. La mú­sica no vuelve mecánicamente a lo que negó, pero es obvio que las prohibiciones normativas generan el instinto de la transgresión como moda, convir­tiendo a veces lo moderno en anticuado. Forma y expresión habrán de conciliarse al máximo nivel, pues las obras que no estén perfectamente pro­porcionadas y formadas (Adorno) lo pagan a costa de una expresividad por la que se dispersaron el trabajo y la fatiga de la forma ... mientras que la

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llamada forma pura que niega la expresión, se resquebraja.

Estas notas previas bosquejan el movimiento expresivo que empieza a media década de los se­tentas. Anteriormente, algunos militantes de la or­todoxia serial habían sentido similar necesidad. Ahí, por ejemplo, la aproximación posromántica de Krenek en sus lieder de viaje por los Alpes austríacos; las categorías líricas de Gerhard, asi­milando lo que algún crítico llama humanismo ex­presivo, sin excluir siquiera la concomitancia to­nal; o Dallapiccola cuando humaniza (M. Valls) el dodecafonismo en intervalos de sabor diatónico por probable influencia de Berg, y ofrece «un ré­gimen melódico temperado» en clave de «cálida comunicación» ...

Más elocuente es el proceso de las generaciones posteriores, a partir de 1974/75. Boulez abandona el punto cero panserialista y se dedica exclusiva­mente a la dirección orquestal y al análisis e inter­pretación de Wagner, Mahler, Debussy, Ravel, Schónberg, Webern, Berg, Stravinsky, Messiaen, etc.; Luigi Nono se libera de la servidumbre de los materiales y antepone el impulso imaginativo; Lu­ciano Berio deja la manipulación abstracta del so­nido y «se decanta hacia formulaciones menos estrictas» (Massimo Mila), asociando las trouvai­lles tímbricas de su etapa electrónica a experien­cias del pasado; Stockhausen trabaja de nuevo con instrumentos tradicionales, mezclados o no a las ondas electrónicas en páginas como Inori (1974), Harlekin y Sirius (1975); Penderecki, más desenvuelto, especula con el poematismo posro­mántico en su ópera El paraíso perdido (1976) y ensaya el color de las disonancias en su Concierto para violín ...

La originalidad del estilo deja de ser homóloga del radicalismo lingüístico. En la elipse de vuelta a la expresión hay un hecho que puede parecer in­cluso escandaloso: la tonalidad no se rechaza como desviación degenerada, en inversión de lo que un diseño atonal -o la simple disonancia­fueron para un lenguaje académicamente tonal. El Concierto para violín de Alban Berg (su última obra, de 1935) es en esto también precursor. El academicismo serial, o la pura ortodoxia de la zwo[fftontechnik no. impidió a Schónberg recono­cer, al final de su vida, un posible retorno a la tonalidad. Páginas de posguerra como la Oda a Napoleón y Un superviviente de Varsovia -¿un nuevo humanismo?; desde luego, no politmusik­introducen en su escritura elementos neoexpresi­vos. Adorno, que no tiene constancia inequívoca de aquel reconocimiento (según su versión, lo probablemente dicho por Schónberg es que en su tiempo la armonía no estaba sometida a discu­sión ... ), especula así sobre el tema: «La cuestión de la simultaneidad musical sigue abierta; cuestión que había sido degradada a un puro resultado, a algo irrelevante y casual. Se privó a la música de una de sus dimensiones, la del acorde que habla por sí mismo, y no fue ésta la última razón del

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empobrecimiento de un material muy enriquecido. No es que haya que volver al tritono o a otros acordes sacándolos del tesoro de las tonalidades; pero es perfectamente pensable que, si aparecen de nuevo impulsos cualitativos contra la total cuantificación de la música, la dimensión vertical puede ponerse a discusión, y se podrán oír de nuevo esos acordes y obtener validez específica». Aunque prevé la posibilidad de abusos reacciona­rios, piensa que una armonía redescubierta, sea cual sea su estructura, se acomodará bien a las tendencias armonistas. «Es suficiente imaginarse la facilidad con que el deseo bien fundado de reconstruir las líneas monódicas podría falsamente hacer resucitar todo aquello que los enemigos de la mera música como melodía tan dolorosamente echan de menos» (El sarcasmo no disminuye, ob­viamente, el valor de la constatación).

* * *

¿Qué está bullendo en todo esto? Al parecer, una necesidad de síntesis como la sentida por Al­ban Berg, primer compositor que logra la fusión histórica de aparentes contrarios: posromanticis­mo/expresionismo, tonalidad ampliada/atonalismo serial, formalista clásica/expresión contemporá­nea. Síntesis ajena a todo dogmatismo, que hace inoperantes los rigores de la ortodoxia lingüística. Sin duda esa ortodoxia aplicada a ultranza es lo que corrompe académicamente algo que fue revo­lucionario: el sistema de Schónberg, por ejemplo, que a partir de su Opus 23 arraiga progresiva­mente en un vicio de irreductibilidad dialéctica disparado hacia la crisis del Concierto de violín de 1936. Son trece años de esfuerzo por ajustar a la formalística tradicional la mera literalidad combi­natoria de un sistema que se opone a aquélla como el atonalismo radical se opone a la tonalidad pura. Ocurre un poco con la música de ese período lo que acontecía al oficial de artillería en Jean-Cris­tophe de Rolland: que los sabios y complejísimos cánones que escribía con toda facilidad carecían en absoluto de valor artístico.

La crítica detecta esta disfunción en Schónberg y proclama que el resultado «no es satisfactorio ni para el oído ni para el espíritu» (Claude Samuel). La hibris rompe la síntesis y descubre ese algo mal resuelto, deficientemente ligado en su interio­ridad. Cuando se dice que el Concierto para piano de Schónberg se parece demasiado a un Brahms malsonante, no se incurre en reacción; se formula analógicamente un juicio de imposibilidad.

Lo que se ha dado en llamar academicismo serial es patente en aquella obra de 1936. Los trece años de composición dodecafónica pura quedan paradójicamente aislados en el catálogo de Schónberg como poco interesantes en lo musical. Hoy mismo, consolidadas otras muchas corrientes, la música schonbergiana que interesa y conserva toda su vigencia es la de las etapas anterior y poste­rior; o sea, el bloque de progreso al atonalismo, con los títulos expresionistas en primer término (Ver-

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Acordes de seis partes como invención de forma (cuarta es­

cena del tercer acto de Wozzeck).

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kliirte Nacht y Gurrelieder), primeros Cuartetos ae cuerda, opus iniciales para piano solo, la Kammer­symphonie de 1906 y esa cumbre que es el Pierrot lunaire de 1912, en que el maestro encuentra no sólo un nuevo arte instrumental como reacción frente a la orquesta posromántica, sino que materializa genial­mente la técnica y la estética del sprechstimme, tan influyente hasta hoy mismo.

Entre Pierrot y la Suite op. 23 para piano (1923) hay poca producción. La tonalidad está liquidada, pero el atonalismo no es todavía un sistema. En 1922 publica su Método de composición con doce sonidos no relacionados entre sí, y un año des­pués ensaya, con el Vals que cierra las cinco pie­zas de aquella Suite, su primera serie desarro­llada. En el trabajo progresivo de esa técnica van apareciendo la Serenata op. 24, la Suite op. 25, las Variaciones op. 31 (título ya paradigmático), las Piezas para piano op. 33, el ya aludido Concierto para violín de 1936, etc. Hasta alcanzar la Oda, el Superviviente y la ópera Moisés y Aarón, que denotan un incipiente espíritu revisionista, salen numerosos títulos enmarcados en el discutible pe­ríodo de radicalización serial.

Parece, acentuando los rasgos caricaturales, como si en su afán de romper las tablaturas se convirtiese Schonberg en un Beckmesser más dogmático que el original. En ese cuadro, el ins­tinto moderador y sintético de Hans Sachs estaría exactamente representado por Alban Berg, mien-

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tras las sublimaciones de Walter von Stolzing quedarían homologadas al extremismo poético de Anton Webern. Entre la rígida tablatura y la su­blimación, lo que históricamente suele guardar toda su vigencia es la imaginación sintética. De ahí la actualidad de Berg, cuya obra, como ob­serva Stuckenschmidt, tiende a la legitimación de los métodos totalmente nuevos en el hecho de acomodarlos a estructuras tradicionales.

Demasiado respetuosas para descargarla en Schonberg, las generaciones seriales posteriores hacen de los epígonos (más schonbergianos que él mismo) objeto de su ira. Un serialista integral como Boulez no duda en condenar el academi­cismo dodecafónico de René Leibowitz -discípulo directo de Schonberg y maestro del replicante­como más nefasto para la música serial de lo que nunca llegó a ser el academicismo tonal para la música y la escritura tonales. El caso del oficial de Jean-Cristophe se ha reiterado demasiado a lo largo de este siglo.

Es posible que Berg asumiera la traición como necesidad irremediable, a pesar del casi sublimado vínculo con los dos compañeros de la Escuela Vienesa. Solo algunos de los seis movimientos de su primera obra serial, la Suite lírica (1926), están escritos según el método de Schonberg, y ni si­quiera en forma sistemática. El lenguaje personal, en ese momento, ya estaba definido por la parti­tura de Wozzeck, que concluye en 1921 aunque no llegue a estreno hasta 1925, un año antes de la publicación del método de los doce sonidos y dos antes de la primera aparición histórica de la serie en una composición musical; lenguaje en el que Berg consigue la soldadura de aquellos contrarios y es deudor en gran medida del progreso al atona­lismo, la condensación de la nueva sintaxis or­questal y el sprechstimme vocal.

De esas deudas es ciertamente Schonberg acreedor en gran parte, pero el camino personal de Berg se abre desde el comienzo por impulsos diferenciados. Si hay que creer a Alma Mahler, el encuentro del discípulo y el maestro se produjo casi por azar «Vacilando entre Pfitzner y Schon­berg cuando buscaba un maestro -cuenta la viuda de Mahler en sus memorias- fue a parar con Schonberg porque perdió un tren que le habría llevado a Estrasbµrgo, donde estaba Pfitzner. Así me lo contó él».

No se percibe un propósito rupturista en la ber­giana Sonata para piano op. 1, página juvenil y nostálgica en la que «todo le atrae hacia el futuro lejano, y todo le apega a un pasado próximo» (Bou­lez). Siendo él mismo, no lo es del todo. «Se adapta, se prepara para la aventura, está todavía en la orilla y contempla los paisajes lejanos que va a explorar». Antes de encontrarse enteramente a sí mismo, pasará por el trascendido posromanti­cismo de los Altenberglieder op. 2, con una or­questa espléndida que supera las últimas huellas brahmsianas -y plantea anticipadamente la sensi­bilidad dodecafónica por un uso peculiar de la

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tonalidad ampliada-, y el. admirable pulso del Cuarteto de cuerdas op. 3. En esos años (1909/10) ha demostrado sobradamente la posesión de una técnica y desahoga la originalidad del propio len­guaje. Las Cuatro piezas para clarinete y pianoop. 5 (1913), corroboran la impregnación de una libertad muy personal en la escritura, y con las Tres piezas para (gran) orquesta op. 6 (1914/15) se prueba extraordinariamente en el yunque de la retórica sinfónica.

La fecha del Pierrot de Schonberg (1912) ayuda a comprender que dos años más tarde, presen­ciando una representación del Woyzek de Büch­ner decida Berg depurar su paleta orquestal y rec�nvertir su estilo vocal. «Es la pieza de mi -destino», escribe el compositor a su amiga AlmaMahler. Cuando la obra está concluida, ella res­ponde: «Creo en Wozzeck como creo _en Tristán».

Antes de la Suite lírica queda termmado el Con­cierto de cámara (1925) para piano, violín y treceinstrumentos de viento. Digerida a fondo la re­forma schonbergiana, merece la pena detenerse enlos rasgos originales de la trayectoria del discí­pulo. Las Piezas para clarinete y piano revelan laintuición de lo teatral, aunque todavía en tejidoasistemático. Se distinguen de páginas análogas deSchonberg y Webern en que no proceden de untrabajo de intensificación ni son síntesis miniat�­ristas cerradas y autosuficientes. Boulez las cali­fica de «gestos esbozados» que podrían continuar,difundirse y multiplicarse. Formas abiertas a pe­sar de sus límites, lo que las caracteriza de princi­pio a fin es la dramatización plástica de la forma.No hay en ello contradicción con el propósito deexpresar los sentimientos, que adquiere, por elcontrario, «una dimensión inusitada, una fuerza yun alcance increíblemente tenaces». La forma Y laestructura descubren un plan dramático que pugnapor expresarse musicalmente. Las sensaciones_ seconstelan de forma interminable, mientras el sim­bolismo formal es tan complejo que exige la ini­ciación en determinadas claves para un análisisesclarecedor.

Aunque referidas a la primera ópera, hay unamanifestación de Alma, a quien Berg dedicó laobra, que representa con cierto valor de �eneral�­dad los entusiasmos suscitados por la gemal duah­dad bergiana. Lo narra la cantante Sigrid Johan­son, primera intérprete de Marie en el estrenodirigido por Kleiber en Berlín. En la fiesta poste­rior se refiere Alma a su querido Alban Berg comoel más grande de los creadores de sonidos desp�ésde Mahler. El aludido, que en palabras de la amiga«estuvo toda su vida enamorado del genio deSchonberg», replica modestamente: «¿Y. Schon­berg?». Alma concluye: «Usted le aventaJa. Des­pués de Wozzeck ya no tendrá nada que decir.Usted marca la pauta, no él». Hasta cierto punto,fue una declaración profética.

Es en el Concierto de cámara -reflejo del con­certo grosso barroco- donde la aparente contra­dicción -formalismo, expresividad, emoción, inte-

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lectualismo, orden riguroso y forma abierta- se proyecta hasta el límite. Todo sucede en torno a una alegoría trina, especulación sobre el número tres que sacraliza la unión con Schonberg y W e­bern. La traslación de las letras que forman los tres nombres determina buena parte del material temático y hay, por si fuera poco, un ritmo obsti­nado que brota de la inicial de esos mismos nom­bres. Para Stuckenchmidt, «el virtuosismo intelec­tual de este trabajo en su conjunto hace de él una de las obras más sorprendentes del arte moderno. Combina detalles puramente personales y priva­dos ( ... ) con las técnicas más ingeniosas de la composición clásica y moderna».

La evocación de Bach es inevitable al hablar del juego simbólico de las equivalencias entre letras, números y notas. Pero esas abstracciones, por lo demás comunes en la música austro-alemana, no son sino la superficie de una analogía profunda con el impulso de unificación y síntesis del maes­tro del setecientos. Al igual que antes se mencionó la contradicción resuelta entre forma y expresión, orden cerrado y sugestiones abiertas, resulta no menos clara la radicalidad del paralelo con Bach, que conduce a la tesis adorniana del tau� de fo:ce:ninguna obra de arte posee completa umdad; tiene que fingirla y entra así en colisión consigo mis�a. Al confrontarse con la realidad y sus antagonis­mos la unidad estética termina siempre en apa­rien�ia. Su vida sería lo mismo que la vida de sus momentos, pero en estos se da lo heterogéneo y la apariencia se vuelve falsa. La multiplicidad e� el interior de la obra de arte ya no es lo que era smo que está preparada a ocupar un lugar en ella; por eso la reconciliación estética queda condenada a convertirse en desajuste estético. Sólo las obras que proceden de un tour de force, de un acto de equilibrista, traen a la luz algo que está sobre tod_oarte: la realización de lo imposible. Al descubnr su tour de force, la ejecución de una obra tiene que descubrir ese punto de equilibrio donde se oculta la posibilidad de lo imposible. Bach fue un virtuoso de la unificación de lo inunificable. Su obra es la síntesis de la armonía de los tonos bajos y de la polifonía. Se la considera incluida por completo en la lógica del progreso de los acordes, pero esa lógica, como mero re�ultado del contr�­punto, se vacía de su peso opnmente y heteroge­neo. «Esto -concluye Adorno- presta a la obra de Bach su singular equilibrio».

El equilibrio de la obra de Berg también surge de la unificación de valores heterogéneos, teóri­camente inunificables como la formalística clásica y la atonalidad, la sensación paroxística y el orden riguroso, las estructuras cerradas y los «gestos esbozados». Esta música no deja nunca de pro­clamar su relación con la tradición, dice el crítico berlinés antes citado. Aunque Schonberg y We­bern siempre fueron conscientes de su vinculación al pasado, según muestran sus escritos teórico�, en su música ocupa esto un lugar secundano frente a la pasión por nuevos descubrimientos.

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Wozzeck, en una producción de Londres.

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Berg es «uno de los primeros compositores euro­peos que enriquecieron y coordinaron cada uno de los aspectos del arte de la composición. Su asom­brosa mezcla de imaginación desbordante y de estricta sumisión a las normas son puntos claves para el futuro» (Stuckenschmidt).

* * *

Para valorar la trascendencia de la unificación en Alban Berg, opuesta al rumbo unidireccional del pensamiento de sus compañeros de escuela, será útil reflejar la prismática diversidad de la composición en aquellos años veintes. Contempo­ráneos de la preparación y el rompimiento dodeca­fónicos son la eclosión parisina de Los Seis, los estrenos más celebrados de Ravel (La valse, Bo­lero), la irresistible ascensión del jugendstyl, el realismo objetivo de Hooneger, la consolidación del neoclasicismo con Hindemith y Stravinsky, los últimos éxitos de Falla (Retablo y Concerto), el panfletarismo de Eisler y Weill, la nueva sim­plicidad de la etapa americana de Prokofieff, el politonalismo de Milhaud, la irrupción del jazz en Europa, los grandes ensayos acústicos de Varese (Integrales, Arcana), etc.

Si en semejante pandemonium no adopta Berg una dirección rectilínea es porque ve más allá del desarrollo de un sistema e incluso de un lenguaje monolíticos. A partir de Pierrot queda trabada la comunión de Schonberg y sus dos grandes discí­pulos. Sellado el pacto, se produce su trabajo como una triple isla en un mar contradictorio,

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donde cada uno autonomiza la situación personal en la intimidad misma del grupo.

Veintidós años después de su muerte divagaba Stravinsky sobre Alban Berg en sus conversacio­nes con Robert Craft -reciente el estreno de Agon en París- y concluía que «en la hora actual, parece que el lenguaje más perfeccionado es el estilo se­rial». En el juego de astucias del artista ruso ha­bría que buscar, por el precedente bergiano más que por su confesada pasión por Webern, el sen­tido de una conversión. más que relativa. Como Berg, utilizó Stravinsky lo que quiso del arte serial y desechó lo inservible. Nunca fue antes, ni lo sería después, ortodoxo en nada, y su serializa­ción aparece cuando agota la formalística neoclá­sica.

Para qué hablar de la decisiva influencia del modelo Berg en Ligeti y muchos otros ... «Des­pués de todo -opina el crítico Mosco Carner- el compositor atonal sigue los mismos principios ge­nerales de estética que gobiernan todo el arte oc­cidental sin tener en cuenta ni el estilo ni el sis­tema: el contraste y la variedad en la unidad, el equilibrio y la proporción de las partes, así como la colaboración efectiva de los clímax y los anti­clímax ( ... ) El Concierto para violín de Berg muestra de una forma magistral la aplicación de estos principios a la música dodecafónica. He ahí uno de los motivos que hacen que esta obra sea tan satisfactoria».

Ultima página y, para muchos, testamento de Berg, en ese concierto está el mensaje hacia el futuro, no sólo por las analogías que señala Carner sino en contenidos más profundos. Pasado el pe­ríodo de las estructuras, las recuperaciones del momento actual no se comportan como revuelto sincrético; proceden más bien por síntesis dialéc­ticas. Schonberg, Berg y Webern habían susti­tuido las jerarquías diatónicas por la serie uni­forme y democrática de doce tonos iguales, sin dejar por ello de utilizar los criterios de tempera­mento y el instrumentario evolucionados al calor de la tonalidad y de las formas paralelas de la gestación tonal. El ajuste de esos dos universos es áspero en Schonberg por sus rigores. academicis­tas, y deriva en Webern hacia condensaciones ge­niales apenas sugeridas y nunca desarrolladas, que dejan escaso margen al futuro, la escuela o la continuidad (bien mirado, el panserialismo que se contempla en el espejo de Webern es antitético, por dimensión y desarrollo, de algunas ideas bási­cas del maestro).

La visión de Berg, más amplia e imaginativa, se traduce en una superior influencia desde el ins­tante en que los rigores hacen crisis y la composi­ción se pregunta qué camino seguir. La ortodoxia dodecafónica (que segrega la serie de la jerarquía tonal) exige que los intervalos elegidos no evo­quen en modo alguno los característicos del diato­nismo. Pues bien: la serie fundamental del Con­cierto para violín de Alban Berg se arma sobre

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intervalos de tercera que son, por antonomasia, los definidores de la tonalidad.

Comentando esta obra, insiste Carner en que fue Berg quien, principalmente por razones estéti­cas, suavizó el carácter disonante de la música dodecafónica mediante el uso de varias conse­cuencias, dando lugar así a una especie de acer­camiento a la música tonal. «Lo que en último caso importa no es el sistema que escoge el com­positor, sino el que sea capaz mediante su uso de crear piezas de cualidades personales y peren­nes».

En el plano de la formalística las huellas detec­tables son infinitas. No sólo las huellas, sino la intención de explicitarlas en citas textuales (Tris­tán de W agner, en los compases 26 y 27 del sexto movimiento de la Suite lírica; y el coral «Es sufi­ciente, Señor. Si te complace, déjame morir», de la cantata de Bach «Oh, Eternidad, palabra del trueno», en el allegro del Concierto para violín,son ejemplos entre otros); o con procedimientos de raíz romántica tan característicos como el bo­gen o simetría en arco utilizada profusamente por Listz y Wagner. El Concierto de cámara, Woz­zeck, la Suite lírica y el Concierto para violín-obras de madurez- abundan en arcos simétricossin transformación aparente de la funcionalidadque tuvieron en el siglo anterior. Esta libertad delos materiales y los procedimientos es igualmentepatente en el uso de motivos populares, detesta­dos por Schonberg, presentes tanto en las dosóperas como en la famosa canción yodel de losAlpes carintios utilizada en el Concierto para vio­lín.

La tenaz coherencia de la libertad y el sistema en la integración del lenguaje formal es común a todo el catálogo sinfónico, camerístico y teatral. El propósito expresivo, en un compositor que arranca obviamente del espíritu de Brahms (véanse sus primerizas 12 variaciones y final sobreun tema improvisado, escritas en 1908 cuando ya recibía lecciones de Schonberg) no sólo se com­porta como impregnación sino en permanentes subrayados. Es lógico que así ocurra en las pres­cripciones expresivas de las dos grandes óperas, pero una cumbre del catálogo de cámara en la que, a mayor abundamiento, ensaya por vez pri­mera el sistema serial -la Suite lírica, tantas veces aludida- además del título general ofrece un alle­gro gioviale, un andante amoroso, otro allegro misterioso, un adagio appassionato, un presto de­lirando y un largo desolato. ¿Hacen falta más ejemplos?

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Sería un error confundir el concepto de expre­sión aquí utilizado con la ideología expresionista. Parece lugar común atribuir a los maestros de la Escuela de Viena la idea y el desarrollo a tope del expresionismo musical, pero ambas concepciones responden a condición distinta. En sus obras para la escena adopta Berg la dinámica �el. cine ex pre-

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sionista y mantiene una íntima relación con los plásticos del movimiento a través, sobre todo, de Kandinsky. Como se sabe, el maestro ruso pu­blicó en Der blaue Reiter algunas páginas de Al­ban Berg. La influencia cinematográfica le llega esencialmente de Lang, Murnau y Pabst. El fun­dido encadenado de la sintaxis fílmica aparece con frecuencia en Wozzeck, y, cuando Wieland Wagner realiza su producción de esta ópera, aprovecha a fondo la técnica de los planos con cortes netos. Otras opiniones vinculan estas pecu­liaridades a los recursos narrativos de Proust, pero la influencia parece más discutible, al menos como relación consciente.

La música de Berg se despega de todo menester de ambiente o funcionalidad en razón del meca­nismo de distanciamiento de una realidad de la que, sin embargo, se tiene conciencia radical. Puede suponerse que en ese mecanismo encuentra su sentido la ideología expresionista, pero no pa­sará de ilusión salvo que logre producir una ex­presión artística de rango máximo. De lo contrario cabría reputar de expresionistas a Rembrandt y Beethoven, lo que no deja de ser pura boutade.Vibra, en el núcleo de esta cuestión, el análisis adorniano de la psicología del arte: su labor sería descifrar la obra de arte no sólo como una magni­tud igual al artista, sino también como desigual, como trabajo sobre algo que se resiste. «Si el arte tiene raíces psicoanalíticas, son éstas de la fanta­sía de su omnipotencia. En la fantasía está el deseo de la obra, que es también la de producir un mundo mejor. De esta forma queda en franquía la verdadera dialéctica, mientras que la idea de la obra de arte como lenguaje puramente subjetivo del Inconsciente no llega ni siquiera a ella». Nada mejor formulado para fijar la frontera entre expre­sión y expresionismo en Alban Berg.

En una entrevista recomendó el compositor que la música nueva se tocase como si fuera clásica, y la clásica como si fuera nueva. Esta indicación, aparentemente dirigida a la interpretación, ad­quiere todo su sentido aplicada a la composición misma. Pensar la música clásica como si fuera nueva, y a la inversa, concilia en síntesis perfecta los esquemas formales con la ruptura del estilo y el avance de la expresión. Este fenómeno crista­liza plenamente en Wozzeck, donde cualquiera puede ver desplegada la tesis del tour de force. La obra es otro de los paradigmas de la dialéctica bergiana: sistemas cerrados -literales o libres, da lo mismo- aplicados a un material sonoro abierto, nunca prefijado en jerarquías temáticas.

Divididas en tres actos, las quince escenas de Wozzeck incluyen, en el primero, una Suite ba­rroca (con preludio, pavana, giga, gavota, aria y otra pavana final); una rapsodia, una marcha con berceuse, un pasacalle de veintiuna variaciones y un rondó. El segundo acto suma unaforma-sona­ta, una fantasía con fuga, un largo, un scherza y una introducción con rondó. El tercer acto es el de los impromptus: sobre un tema, sobre un so-

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Alban Berg bromea con Franz Werfel, tercer marido de Alma

Mahler y amigo íntimo .

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nido, sobre un ritmo, sobre un acorde de seis partes y sobre un movimiento perpetuo de octa­vas. Estos universos cerrados, ordenados inter­namente con un rigor traducible casi a matemá­tica, ejercen por la intensidad expresiva un efecto de fascinación sobre el oyente. Berg aseguró siem­pre que su propósito en la ópera era lograr exac­tamente un impacto emocional inmediato en el público.

No es análogo el sistema de Lulú, pero sí deri­vado por radicalización. En esta obra se replantea Berg la cuestión formal con deliberado extre­mismo. La acción y los personajes determinan las relaciones de la forma y su transformación progre­siva. El material se desarrolla matemáticamente desde el mismo armazón de las series y sus deri­vaciones. La organización general puede obser­varse a la luz de la más exigente lógica analítica, pero esa aparente congelación intelectual conmo­ciona a los auditorios por muy ajenos que sean a la percepción de los rigores formales.

Todo ello representa un salto de gigante sobre la ideología músico-dramática de Wagner y perma­nece en el arte de este tiempo como un hecho único. A la pregunta sobre la identidad de la ópera del siglo XX habría que responder con el referente bergiano, que no es confrontable a Debussy ni mucho menos a Strauss. También son operistas Poulenc, Honegger, Hindemith, Milhaud, Weill,

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Britten, Henze, Berio y Nono, sin olvidar a Stra­vinsky, Prokofieff, Shostakovich, Pizzetti, Mali­piero, Dallapiccola y Menotti. Valga la imperti­nente enumeración como base de una propuesta reflexiva: los conflictos del género tuvieron solu­ciones innovadoras en Wagner, un paréntesis ex­traño y aislado en Pelleas, y finalmente en Berg. Ese finalmente sigue siendo de aplicación cin­cuenta años después de Lulú, como convino en afirmar la crítica europea a raíz del estreno en París (1979) de la versión terminada por Cerha.

Respecto a la formalística de Wozzeck, nadie más autorizado que Boulez, visceralmente no ex­presivo en su propia música -y renuente a jerar­quías de forma que sean ajenas a las transforma­ciones panseriales- para disolver las críticas que aún ocupan ciertos ocios: ¿que Berg aplicó formas sinfónicas al drama de Büchner como si se tratara de una clave exterior impuesta en forma hábil pero artificial a la acción teatral? Al contrario. Para Berg no se trataba de hacer coincidir la forma sinfónica con la forma dramática, sino de hacer surgir del hecho dramático una forma musi­cal tan estrictamente coherente como la que se encuentra en la música no dramática o música pura. Ninguno de los autores enumerados ha po­dido ni sabido continuarla.

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Salvo excepciones de auténtica validez, la mú­sica ha confundido durante algunas décadas del siglo XX la originalidad con la tabla rasa, insigne síntoma de diletantismo del que se está de vuelta. La invención de forma colonizó el concepto de invención de obra, en medida tal que escribir mú­sica se convirtió en sinónimo de sustitución de todo lenguaje previo. Sobre ese suelo no podía circular la expresión. El sentimiento de la formaque ahora se recupera coincide en un todo con el de Alban Berg. Y conviene retomar las tesis ador­nianas para explicar sin ambigüedades el cierre de esta elipse histórica: el objetivo de cualquier ra­cionalidad estética lo tiene el arte en la irraciona­lidad de su momento expresivo. Contra cualquier ordenamiento impuesto, el arte tiene que entre­garse a la cerrada necesidad natural, lo mismo que al azar caótico. Esto nos lleva a una paradoja subjetiva del arte: producir lo ciego -la expresión­partiendo de la reflexión -la forma-; no racionali­zar lo ciego, sino producirlo estéticamente apoya­dos en el dualismo entre forma y expresión. Lo que parece a los teóricos una contradicción lógica, es perfectamente usual para los artistas y se desa­rrolla en su trabajo. Arbitrariedad en lo no arbitra­rio es el medio vital en que se desenvuelve el arte, y el poder para hacerlo es criterio fiable de capa­cidad artística, sin la que se ocultaría la ...-i.. fatalidad de ese movimiento. Los artistas � conocen esa capacidad como sentimiento ,.,.,. de laforma.